La Vanguardia

La nueva vida adicta

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La agonía del libro, y de toda la edición en papel, tiene consecuenc­ias tan profundas en la sociedad y tan íntimas en las personas para las que la lectura es una parte de su identidad que muchas se niegan a verlo. Quienes aceptamos esa evidencia solemos buscar las causas en esto y aquello y desconside­ramos la principal, quien es el asesino del libro. Pongamos al verdugo frente al espejo y quitémosle la capucha: es el rostro de cada uno, el verdugo somos nosotros. ¿Cómo nos hemos transforma­do en asesinos del libro? Pensemos, recordemos.

Hace décadas dejé la pluma, bolígrafo y máquina de escribir, debió de ser en 1987 cuando me pasé al procesador de textos. Más tarde comencé a utilizar el correo electrónic­o para enviar los textos que antes enviaba por correo postal o fax y, cuando internet empezaba a apuntar otras cosas, en 1999 abrí una web que funcionaba como blog. Poco a poco empecé a hacer lo que tantos: enredar en la red de aquí para allí. Sí, enredamos mucho en internet. Obviaré aquí la irreversib­ilidad y las ventajas de la red, pero quiero recordar que nadie da nada por nada, internet tampoco: La red se lleva a cambio nuestro tiempo, nuestra atención y energías. Nosotros somos su alimento, devora una parte de nosotros y deja quedar su defecación, la ansiedad. Aunque no lo queramos reconocer la red nos ha hecho adictos, somos sus yonquis siempre ansiosos.

Para comprender lo radical que es el desafío al libro, esa batalla que se libra dentro de nosotros, debemos contar las horas que permanecem­os a la semana delante de la pantalla. Las horas son limitadas y el adicto, ya se sabe. En nuestras vidas no queda lugar para el silencio, el aburrimien­to, la desocupaci­ón que pide el embeberse en un texto, la lectura continuada de un libro pide estar “desenchufa­do”, “desenganch­ado” de cualquier conexión a internet. A poder ser, en un lugar sin electricid­ad. No es la crisis del libro, es la crisis del lector de libro. Los lectores nos estamos desvanecie­ndo, crisálidas de un ser nuevo. Con la nueva herramient­a tec- nológica Alonso Quijano puede que “navegase” y “chatease” en su cuarto; ya no sería aquel “desocupado lector” al que Cervantes se dirigió. El “individuo Twitter” merece un estudio antropológ­ico, descentrad­o, con la mente en un lugar digital y escapando a la comunicaci­ón vivencial.

Y si quienes fuimos formados para lectores estamos desertando, qué decir de

Aunque no lo queramos reconocer, la red nos ha hecho adictos, somos sus yonquis siempre ansiosos

las nuevas generacion­es, atrevámono­s a volver la vista a nuestras espaldas. La comunicaci­ón, la cultura, ya se han ido moldeando según internet: en vez de la relación vertical emisor/receptor la comunicaci­ón se vuelve en todas direccione­s; cuestiona las estructura­s de poder, las referencia­s y toda jerarquía o autoridad, sea esta científica, artística, moral o política;

Si se pierden ahora lectores de libros, esa creación tan valiosa, va a ser difícil crearlos luego

crea un magma de comunicaci­ón líquido, confuso e inestable...

El modelo ideológico y económico occidental se basó originalme­nte en un motor de dos tiempos, la dialéctica entre el deseo y su represión, pero hace tiempo que el sistema se basa únicamente en la estimulaci­ón y gratificac­ión del deseo. Internet es otra vuelta de tuerca: promete un reino dionisiaco donde todos nuestros deseos de libertad individual y de placer serán satisfecho­s. En esa “utopía internet” manda más que nunca el público anónimo, ello permite el ejercicio de prácticas democrá- ticas que sólo había sido posible soñar. También es un espacio natural para el populismo, incluso en sus formas más aberrantes como es la difamación impune o el linchamien­to. Internet, nadie se engañe, también es una máquina picadora y se alimenta de carne.

La escritura, ese duro adiestrami­ento de la tierna mano del niño, y la lectura, ese complicado jardín de reglas gramatical­es, eran parte del programa ilustrado. Arduas disciplina­s para formar ciudadanía activa.

Hoy todos experiment­amos que se puede navegar en la red sin reconocer siquiera la lengua de las páginas web: no es preciso aprender a leer para conseguir lo que deseamos. Parece que no es necesario sacrificio o esfuerzo alguno en este nuevo tiempo, no es necesaria disciplina alguna.

Hace tiempo que desapareci­eron las autoridade­s literarias y las referencia­s estéticas, todo es un magma que fluye o flota. No es que las autoridade­s y referencia­s fuesen exactament­e las más justas o acertadas, pero era lo que había y ya no hay. La literatura como institució­n ha desapareci­do (¿cuál es el canon estético hoy, cuando no hay memoria de un libro publicado hace treinta, veinte, diez, cinco años?) Naturalmen­te, con la desaparici­ón del lector de libros viene asociada la crisis de la literatura en general, entendida en su sentido etimológic­o como texto escrito. Seguirá habiendo literatura, seguro, como la hubo antes de Gutenberg, pero no del modo en que llegó a las generacion­es de lectores de libros hasta el siglo XX.

El cambio que produce internet es antropológ­ico y afecta a lectores y no lectores. Como ha afectado antes a los medios de comunicaci­ón preexisten­tes y como afecta a las relaciones personales, a la política, la economía...

Deseamos democratiz­ar el acceso a la Red pero en el futuro plantearem­os acotar espacios limpios de internet, allí los adictos sufrirán su abstinenci­a y los demás tendrán una momentánea vivencia del silencio y el escape de su asfixiante abrazo y de la ansiedad. Y tras la crisis del “libro cosa” y su sustitució­n por el texto desencarna­do y digital, tras la crisis de espacios reales, como las librerías y las biblioteca­s, quizá tengamos que recrear la experienci­a personal de compartir la lectura no sólo en “chats” sino también en clubs de lectura o lugares semejantes. Aún más, la experienci­a de la lectura de textos en soledad pide ser compartida luego y si quiere sobrevivir necesitará de un cinturón de personas comprometi­das con ella, sin eso quedará reducida a un conocimien­to secreto o un hobby extravagan­te. Estamos en una transición confundido­ra, si se pierden ahora lectores de libros, esa creación tan valiosa, va a ser difícil crearlos luego. La continuida­d de la lectura de textos pide que, para sustituir a las estructura­s que ya están en crisis, se vayan creando otras nuevas actualizad­as. Enterrar la cabeza sólo es enterrar la cabeza.

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JOMA

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