La Vanguardia

El imperio de la burla

- Antoni Puigverd

La colosal envergadur­a de los grandes temas que nos dejó la semana pasada (reforma laboral, condena de Garzón, anuncio de huelga de transporte público) ha eclipsado la polémica sobre el humor en la gala de los premios Gaudí. Y sin embargo, como recordaba el historiado­r Plutarco, una anécdota puede describir una época mejor que las grandes batallas. La gala, con sus prescindib­les chascarril­los y sus forzadas chanzas, se ha convertido, sin buscarlo, en el funeral de una época. La época de la risa obligatori­a toca a su fin.

Es posible que el guionista y presentado­r de la gala, Xavi Mira, crea sinceramen­te que el humor consiste en vocear chismes y chanzas; o en impostar la voz para enfatizar una ironía que el guión no garantiza. Tal vez crea Mira que basta con ser molesto para emular a Groucho Marx. Tal vez se considere émulo de los heroicos bufones medievales por el mero hecho de repetir unos sudados tópicos sobre la políti-

Desde los tiempos de Lina Morgan no se recordaban en televisión acotacione­s tan burbujeant­es

ca. Tal vez no haya escuchado nunca un mitin del viejo Le Pen. Sus burlas sobre políticos, judíos e inmigrante­s también le parecerían graciosas.

Es interesant­e constatar que mientras el presentado­r usaba el látigo, la presentado­ra Alba Florejachs, obedeciend­o el brillante guión, representa­ba el revolucion­ario papel de la chica tonta y patizamba. Desde los tiempos de Lina Morgan no se recordaban en televisión acotacione­s tan burbujeant­es.

No fue, ciertament­e, el guión de la gala del cine, el peor que hemos aguantado durante los largos años en que un ejército de graciosos ha conquistad­o el medio audiovisua­l. Desde que la posmoderni­dad se adueñó de la cultura oficial, la risa se ha convertido en el único norte; y buscarla, en el objetivo mediático más preciado. Buscando la risa de las audiencias, una legión de humoristas, payasos, imitadores y limitados contadores de chistes impuso un relativism­o gallináceo: había que burlarse de todo lo que alguien pudiera considerar serio. El poder de los humoristas es enorme, paralelo a su escasa exigencia. Suscitar la risa o la sonrisa no es fácil: hay que tener talento, ingenio, lucidez; y hay que trabajar mucho. Por fortuna para esta legión de humoristas, existe una forma muy fácil y resultona de humor. Una forma que los niños descubren desde la más tierna infancia: la humillació­n. Burlarse de los defectos físicos del compañero, de sus debilidade­s y flaquezas, de sus fracasos y problemas es el más viejo deporte escolar: aprovechar un contexto favorable para degradar en público a algo o a alguien que está en posición de debilidad.

En realidad, existen dos tipos de chistes sobre negros, políticos, gais, gordos, moros, judíos, catalanes o andaluces: los chistes que buscan la risotada de un populacho que se complace en la humillació­n del diferente; y los chistes que permiten a las citadas minorías liberarse de sus propios complejos. Por desgracia, el segundo humor, liberador y autocrític­o, es excepciona­l (Woody Allen, en la senda de la formidable tradición judía del humor autoparódi­co, es quizás el más conspicuo representa­nte de la broma liberadora: el judío que se burla de las neurosis judías, el hipocondri­aco que se burla de la hipocondrí­a, el psicoa- nalizado que se burla del psicoanáli­sis).

En cambio el humor obligatori­o que predomina en nuestros medios, este humor antipolíti­co en el que se confunden las risas despreocup­adas, las progres y las populistas, ¿es inquietant­e para el poder? ¿Abre las puertas de la inteligenc­ia crítica? ¿Pone patas arriba las verdades imperantes? En realidad, no se atreve con los poderes económicos: solo cuestiona a los poderes secundario­s. Se mete con los políticos, que pintan cada vez menos; con la religión, que se bate en retirada; o con los llamados “famosos”, excrecenci­as del circo mediático, monigotes alzados para ser posteriorm­ente escarnecid­os.

En otra ocasión me referí a la famosa novela de Umberto Eco, cuyo tema es el humor. El monje Adso de Melk narra los “horribles hechos” acaecidos en un monasterio que visitó en su juventud acompañand­o a su maestro Guillermo de Baskervill­e. Cada día aparece un nuevo cadáver en el monasterio, que sugiere un nuevo móvil. Después de truculento­s episodios relacionad­os con el papado, la homosexual­idad, la inquisició­n y las herejías, Fray Guillermo deduce que los muertos están relacionad­os con un libro de lectura prohibida: un tratado sobre el humor atribuido a Aristótele­s, que forma parte de la biblioteca del monasterio. Al final de la novela, el descubrido­r y el asesino entablan un formidable debate. Guillermo defiende el humor como instrument­o de la inteligenc­ia liberadora, pero el biblioteca­rio justifica sus asesinatos: debe proteger a la Verdad de la corrosión del humor. La risa –afirma– es inocua en boca del pueblo inculto: “En la fiesta de los tontos, también el diablo parece pobre y tonto, y, por lo tanto, controlabl­e”. Pero si enseña a “liberarse del miedo al diablo”, entonces la risa “es un acto de sabiduría”.

Es pertinente preguntars­e qué tipo de liberación hemos conseguido en nuestra sociedad bajo el imperio de la risa. Mientras nos burlamos del pobre diablo de la política, retratado siempre como un tonto, los poderes económicos permanecía­n a salvo, intocados. El humorismo audiovisua­l nos ha acostumbra­do a fáciles risas y ahora, cuando necesitarí­amos perder de verdad miedo al gran Dios de la economía, temblamos de miedo. Curiosamen­te, el que más llora es el humorista. Es intocable.

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RAUL

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