El imperio de la burla
La colosal envergadura de los grandes temas que nos dejó la semana pasada (reforma laboral, condena de Garzón, anuncio de huelga de transporte público) ha eclipsado la polémica sobre el humor en la gala de los premios Gaudí. Y sin embargo, como recordaba el historiador Plutarco, una anécdota puede describir una época mejor que las grandes batallas. La gala, con sus prescindibles chascarrillos y sus forzadas chanzas, se ha convertido, sin buscarlo, en el funeral de una época. La época de la risa obligatoria toca a su fin.
Es posible que el guionista y presentador de la gala, Xavi Mira, crea sinceramente que el humor consiste en vocear chismes y chanzas; o en impostar la voz para enfatizar una ironía que el guión no garantiza. Tal vez crea Mira que basta con ser molesto para emular a Groucho Marx. Tal vez se considere émulo de los heroicos bufones medievales por el mero hecho de repetir unos sudados tópicos sobre la políti-
Desde los tiempos de Lina Morgan no se recordaban en televisión acotaciones tan burbujeantes
ca. Tal vez no haya escuchado nunca un mitin del viejo Le Pen. Sus burlas sobre políticos, judíos e inmigrantes también le parecerían graciosas.
Es interesante constatar que mientras el presentador usaba el látigo, la presentadora Alba Florejachs, obedeciendo el brillante guión, representaba el revolucionario papel de la chica tonta y patizamba. Desde los tiempos de Lina Morgan no se recordaban en televisión acotaciones tan burbujeantes.
No fue, ciertamente, el guión de la gala del cine, el peor que hemos aguantado durante los largos años en que un ejército de graciosos ha conquistado el medio audiovisual. Desde que la posmodernidad se adueñó de la cultura oficial, la risa se ha convertido en el único norte; y buscarla, en el objetivo mediático más preciado. Buscando la risa de las audiencias, una legión de humoristas, payasos, imitadores y limitados contadores de chistes impuso un relativismo gallináceo: había que burlarse de todo lo que alguien pudiera considerar serio. El poder de los humoristas es enorme, paralelo a su escasa exigencia. Suscitar la risa o la sonrisa no es fácil: hay que tener talento, ingenio, lucidez; y hay que trabajar mucho. Por fortuna para esta legión de humoristas, existe una forma muy fácil y resultona de humor. Una forma que los niños descubren desde la más tierna infancia: la humillación. Burlarse de los defectos físicos del compañero, de sus debilidades y flaquezas, de sus fracasos y problemas es el más viejo deporte escolar: aprovechar un contexto favorable para degradar en público a algo o a alguien que está en posición de debilidad.
En realidad, existen dos tipos de chistes sobre negros, políticos, gais, gordos, moros, judíos, catalanes o andaluces: los chistes que buscan la risotada de un populacho que se complace en la humillación del diferente; y los chistes que permiten a las citadas minorías liberarse de sus propios complejos. Por desgracia, el segundo humor, liberador y autocrítico, es excepcional (Woody Allen, en la senda de la formidable tradición judía del humor autoparódico, es quizás el más conspicuo representante de la broma liberadora: el judío que se burla de las neurosis judías, el hipocondriaco que se burla de la hipocondría, el psicoa- nalizado que se burla del psicoanálisis).
En cambio el humor obligatorio que predomina en nuestros medios, este humor antipolítico en el que se confunden las risas despreocupadas, las progres y las populistas, ¿es inquietante para el poder? ¿Abre las puertas de la inteligencia crítica? ¿Pone patas arriba las verdades imperantes? En realidad, no se atreve con los poderes económicos: solo cuestiona a los poderes secundarios. Se mete con los políticos, que pintan cada vez menos; con la religión, que se bate en retirada; o con los llamados “famosos”, excrecencias del circo mediático, monigotes alzados para ser posteriormente escarnecidos.
En otra ocasión me referí a la famosa novela de Umberto Eco, cuyo tema es el humor. El monje Adso de Melk narra los “horribles hechos” acaecidos en un monasterio que visitó en su juventud acompañando a su maestro Guillermo de Baskerville. Cada día aparece un nuevo cadáver en el monasterio, que sugiere un nuevo móvil. Después de truculentos episodios relacionados con el papado, la homosexualidad, la inquisición y las herejías, Fray Guillermo deduce que los muertos están relacionados con un libro de lectura prohibida: un tratado sobre el humor atribuido a Aristóteles, que forma parte de la biblioteca del monasterio. Al final de la novela, el descubridor y el asesino entablan un formidable debate. Guillermo defiende el humor como instrumento de la inteligencia liberadora, pero el bibliotecario justifica sus asesinatos: debe proteger a la Verdad de la corrosión del humor. La risa –afirma– es inocua en boca del pueblo inculto: “En la fiesta de los tontos, también el diablo parece pobre y tonto, y, por lo tanto, controlable”. Pero si enseña a “liberarse del miedo al diablo”, entonces la risa “es un acto de sabiduría”.
Es pertinente preguntarse qué tipo de liberación hemos conseguido en nuestra sociedad bajo el imperio de la risa. Mientras nos burlamos del pobre diablo de la política, retratado siempre como un tonto, los poderes económicos permanecían a salvo, intocados. El humorismo audiovisual nos ha acostumbrado a fáciles risas y ahora, cuando necesitaríamos perder de verdad miedo al gran Dios de la economía, temblamos de miedo. Curiosamente, el que más llora es el humorista. Es intocable.