Silbar o callar
Ya se puede decir cualquier cosa para justificar el actual desmantelamiento de las mejoras salariales y laborales sin apenas pedir disculpas. Se puede enviar alegremente a los parados a Laponia (donde, por cierto, los desempleados no están obligados a aceptar un trabajo que se halle más allá de 80 km de su casa). Se puede asustar al personal con expresiones a cual más melodramática: “El déficit obligará a un esfuerzo sin precedentes” (el portavoz del PP en el Congreso). Se puede ir por ahí calificando de “maduros” a los que desconvocan huelgas y, por ende, de inmaduros a los que ejercen el derecho de huelga (el presidente de TMB felicitando a los trabajadores del metro por su gran “madurez” al asumir la necesidad de contención salarial)… Se admira a países como Alemania, que (dicen por ahí) no tienen paro, cuando la realidad es que un sinfín de trabajadores cualificados cobran una miseria, y que las cajeras de supermercado que cobran tres euros a la hora son legión. Y hasta se pueden ver propuestas indecorosas como el anuncio que leí hace unos días en Tot Sant Cugat, donde una familia ofrecía 340 euros mensuales por una jornada laboral completa de tareas del hogar y acompañamiento de los tres vástagos a un caro colegio privado cuyo nombre me ahorro decir y a las actividades extraescolares (imprescindible carnet de conducir).
Todo queda justificado por amor al sacrosanto trabajo que escasea. Propuestas como la de los sutiles pensadores de Espai en Blanc (que en su artículo, ya un clásico, “No queremos trabajo, queremos dinero”, abordaban una vez más el tema del salario social, una idea que rompe con la relación que subordina el trabajo a la prestación laboral) parecen en el contexto actual casi una broma o una idea de otro siglo, acaso futuro. Sin embargo, una cultura alternativa del trabajo ha sido asiduamente debatida (y aún lo es) en determinadas vanguardias que creen que una salida digna del capitalismo globalizado y neoliberal es posible. Y no vayan a creer que son ideas de cuatro iluminados: por tener han tenido hasta su best seller (o sea, que el que no se enteró es porque no quiso), en la obra de Jeremy Rifkin, El fin del trabajo. Era en 1995 y Rifkin nos alertaba de que el trabajo del modo que lo habíamos concebido tocaba a su fin. Predijo con todo lujo de detalles que la globalización (sumada a otros factores) traería como consecuencia un desempleo estructural que exigiría medidas como la potenciación de la economía social o la creación de un tercer sector distinto del Estado y del mercado, así como la universalización de una “renta básica” (derecho a percibir una renta que cubra sus necesidades básicas sin que el perceptor tenga que ejercer contraprestación alguna).
Sus peores pronósticos se han cumplido, pero ninguna de las salidas airosas que planteaba han sido ni de lejos consideradas. Entre dos grandes posibilidades, generar una nueva economía o seguir empeñados en la peor cara del capitalismo, se ha optado por la segunda, más fácil y también más grosera. En esta huida hacia delante, se trata de apretar las tuercas hasta conseguir un mundo de nuevos esclavos que trabajen de sol a sol y estén tan agradecidos por ello que se pasen el día silbando, como los enanitos. ¿Los visualizan? ¿Los oyen?... “Silbando al trabajar / lo la rí lo-lí lo-lá / cualquier quehacer es un placer / si se hace sin pensar”. Por cierto, que lo del sin pensar es también de capital importancia. Se acabaron hace mucho los tiempos de los pensadores. Se acabaron los tiempos de los héroes. Incluso los tiempos de los gigantes. La era de los enanos, que se inició hace ya unos años, toca a su fin. Bienvenidos a la era de los enanitos. De los enanitos silbadores.
Se trata de apretar las tuercas hasta conseguir un mundo de nuevos esclavos que trabajen de sol a sol y estén agradecidos