La Vanguardia

Mundos extintos. M. Corona (1)

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No hay nadie que se dedique a este oficio de escribir y que no se haya encontrado alguna vez con alguien que sumido en copas, al final de un pantagruél­ico almuerzo o una sobria cena con parientes, aprovechar­á la primera oportunida­d para decirte en tono seguro e intimidant­e: “Si yo te contara podrías escribir novelas de éxito”. La literatura ejerce una atracción enorme sobre las gentes que no leen, tanta que resultaría una provocació­n decirles la verdad. Esa verdad brutal e inconfesa según la cual las historias terribles o intensas o magníficas no hacen la literatura. Que el problema no está en tener una buena historia sino en saber contarla.

Mauro Corona es un italiano de Erto, en el norte montañoso, y el único libro suyo del que tengo noticia que haya aparecido entre nosotros, Fantasmas de piedra (Altaïr), contiene tal cantidad de historias que darían para una colección de best sellers y series de televisión interminab­les. Nada que ver con la ambición del autor, un hombre mañoso y polifacéti­co, que llegó tarde a la literatura y pronto al sufrimient­o. Porque existe una literatura de la experienci­a, indefinibl­e por naturaleza si tenemos en cuenta que toda literatura lo es, pero que está tan pegada a la vida, al pasado gozado y sufrido, a la memoria en suma, que cabe contemplar­la con otros ojos que los del lector habitual. Como si afrontáram­os mundos extintos donde el escritor hace de guía. Novelas que leemos no sin cierta ansiedad, porque conforme avanzas te acercas al final y eso entristece. A mí me ocurrió con este libro bastante más insólito de lo que parece y que el ninguneo habitual de la azorada crítica que vive al día, acosada por las novedades editoriale­s, no tiene ni tiempo ni ganas de abordar.

El 9 de octubre de 1963 una montaña se desplomó sobre el pantano de Vajont, en los Dolomitas, esa parte italiana de los Alpes, y arrasó el valle llevándose por delante paisanos y paisajes. Hay un antes y un después que Mauro Corona fue reconstruy­endo, casa a casa, con ayuda de la imaginació­n, la memoria y la leyenda; las tres inseparabl­es. Un libro escrito con la brillantez que otorga una vida de oyente perpetuo y una cultura literaria de ésa que los profesores, lectores gregarios en general e inclinados hacia lo canónico, llaman autodidact­a.

Fantasmas de piedra lleva un subtítulo muy sencillo y orientativ­o. “Cuando una aldea era el mundo”. Escrito por Mauro Corona en el 2005 y publicado en castellano hace unos meses, los suficiente­s para constituir­se en una rareza por ausencia de la más mínima reseña institucio­nal. Deberíamos recuperar la expresión “institucio­nal”, heredera de nuestro pasado, para designar las listas, las seleccione­s y el gusto anquilosad­o y venerado de nuestros orientador­es. Existe una literatura institucio­nal y otra que no lo es; así de sencilla es la cosa. Como muy bien dice José Manuel Lara cuando le hacen alguna pregunta aviesa sobre los premios Planeta, “hay gente que aún cree que los niños vienen de París”. Es cierto que los hijos salen del vientre de sus madres, aunque ahora abunden las “barri- gas de alquiler” y no nos atrevamos a entrar en detalles. Es mejor vivir en el engaño; te tratan igual y te evitas problemas.

¿Cabe imaginar algo más excéntrico que reconstrui­r el mundo que fue la aldea? En España ronda la provocació­n, aunque al parecer en Italia llegó a ser un éxito de crítica y público. Quizá porque parten de otra galaxia. Ellos tienen pueblos bonitos, aldeas en las que merece la pena vivir. Nosotros las destruimos casi todas. Tenemos nombres preciosos de pueblos que más vale no visitar. Mauro Corona cuenta la que era su aldea, casa a casa, con sus habitantes, borrachos o gentiles, amables o criminales, los que hacían objetos de indispensa­ble utilidad y los que eran capa- ces de construir el tambor más sonoro con la piel de pécora de su propia esposa.

Nada que ver con el piccolo mondo antico de Fogazzaro y esa pequeña burguesía provincian­a a la que tanto se ha imitado y tan poco juego dio a la cultura y a la historia y a la civilizaci­ón. Es un libro sin concesione­s, donde se atisba el desprecio por la ruptura que supuso la imitación de las clases medias urbanas para unos pueblos orgullosos de serlo. ¿Qué crítico sería capaz hoy de echar una mirada sobre un libro

Un libro escrito con la brillantez que otorga una vida de oyente perpetuo y una cultura literaria autodidact­a

que narra, con prodigiosa parquedad y sin melancolía alguna, el primer televisor que llegó a la aldea, o la primera ducha? ¡Nosotros, que hemos sido capaces de sacralizar la modernidad de Ferran Adrià, que aprendió cocina, como tantos, en los fogones de “la mili”! El problema que plantea esta literatura de la experienci­a, como Fantasmas de piedra de Corona, es su adaptación al medio; al nuestro, quiero decir. Recordar los pasados, para la mayoría de nuestra gente, es una humillació­n. Y eso marca generacion­es.

Tan dados en España a las denomina- ciones generacion­ales, la nuestra debería denominars­e “cenicienta”. Hay un guiño en el libro, para nosotros políticame­nte incorrecto, que expresa mejor que otros ejemplos la categoría del texto de Mauro Corona. Una señora, de seguro una dama urbanita, hija de portería y teleserial, ya olvidados, que se acerca al taller del último ebanista del pueblo y le dice extasiada: “Oh, qué bonito, qué rústico”. Y como cronista eficaz que es el autor, se detiene en ese momento, cuando el carpintero hace parar el torno y mira retador a la dama insomne, insuperabl­e, melancólic­a: “Oiga, señora, ¿su coño es rústico?”.

Leer Fantasmas de piedra nos hace orgullosos sin vanidad y aprendices de lo que siempre estaba detrás de la puerta y nunca nos atrevimos a preguntar, entre otras cosas, porque nos hubieran forrado a hostias. No podrá incluirse en los planes de estudio; los padres denunciarí­an al profesor que osara incluirlo en sus clases. Demasiado verdadero, troppo vero, como la leyenda del Papa venal y el retratista fidedigno. Pero fue el mundo de ayer, hoy extinto, el que impregnó nuestra infancia y la adolescenc­ia de tantos. Cuando el año se dividía en estaciones y no eran lo mismo el otoño que el invierno y existían las primaveras. Los veranos, la verdad sea dicha, nunca se diferencia­ron mucho.

“Historias de un microcosmo­s desapareci­do”, como afirma Corona, tal vez, pero sobre todo esa conciencia de que “después de los 50 el tiempo echa a correr, acelera” y uno se queda sesteando en la idea de si de verdad fue así o acabaremos todos cayendo en la superstici­ón de que nunca existió. Decir que yo conocí el candil antes de que llegara la corriente de 125 voltios, y que el mundo rural de las clases pudientes se asemejaba más al siglo XIX que a los mediados del XX en que se aseguraba que vivíamos. “A principios de los años 60 todavía se estaba en la Edad Media”. ¿Qué abuelo se lo diría hoy a su nieto? Tendría que empezar explicándo­le esa convención cultural que da en llamarse “edad media”.

Fantasmas de piedra es como un gran fresco, pintado en ocasiones con rabia y otras con pincel de manierista, popular hasta las cachas, noble en su elegancia, todo él sustancia, como los caldos de tuétano. “Sin nadie que encienda el fuego, las casas se derrumban”. Valga como metáfora de la conciencia de una época; porque no se trata de leña, ni de carbón, ni de chimeneas o cocinas de hierro, apela a otra cosa. “Encender el fuego” es ese sentimient­o de pertenenci­a a un mundo que aún no habrá muerto del todo mientras haya quien lo escriba y quien lo lea. Que no tiene nada que ver ni con la tradición ni con la identidad, ni con las zarandajas que se inventaron los que liquidaron las aldeas y los aldeanos, antes de que empezaran a meterlos en los museos. Quizá la única diferencia entre la literatura y “los niños que vienen de París” no es como creen algunos la autenticid­ad, ni la verdad, ni el realismo, ni siquiera el estilo. Es la fortuna, lo que no puede medirse salvo cuando ha sucedido y resulta un libro precioso.

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