Una paella en la Barceloneta
Fumaba Ducados, uno tras otro, y bebía un gin-tonic de vez en cuando. Estos eran los excesos de José Ignacio Urenda. Y la paella, por supuesto. Era viudo, sin hijos. En verano, y esta era su manera de hacer vacaciones, iba a menudo, no cada día, a contemplar el mar en la Barceloneta; o en Sitges, a lo sumo. Se sentaba en una terraza. “Me encantaría una paella”, decía. “Es que sólo la servimos para dos”, contestaba el camarero. “Pues imagínese que he venido acompañado”. Educado en las penurias de posguerra, de aquel arroz para dos no dejaba un solo grano. Esta era su máxima, y única, exageración. Barcelonés de nacimiento, destilaba en todos sus gestos la austeridad de la Castilla profunda, que su padre, militar republicano caído en el frente, le había dejado en los genes.
Fue siempre austero como orador, gestor o amigo. Contenido y parco. Lo fue en la fácil democracia y en la ardua clandestinidad de los cincuenta, confabulando con Julio Cerón. Juntos crearon el FELIPE, primer intento de introducir una izquierda no dogmática en el antifranquismo. En la gla-
No era el tiempo de los sobrios y circunspectos, sino de un tipo antagónico y floral: Narcís Serra
cial prisión de Soria, 1962-63, José Ignacio coincidió con Vázquez Montalbán, quien lo describió así: “Espléndido ejemplar humano, duro y arrogante”. Montalbán, que atesoraba genética galaica y, al revés de José Ignacio, terminó haciéndose comunista, tal vez confundía la arrogancia con otra característica del carácter castellano: la gravedad distante. Unamuno, seguidor, como se sabe, de las teorías del idealismo alemán (Taine, Herder), decía que el paisaje castellano, inmenso, plano y desolado, no ofrece muchas oportunidades económicas y que tal factor, junto con los inviernos crudos y los veranos rabiosos, ha producido una casta de hombres sobrios, graves, tenaces y socarrones. José Ignacio era exactamente así. Tan grave como irónico. Aunque era amabilísimo, su socarronería seca, de frase corta, podía confundirse con el desdén. Recuerdo que, en los años noventa, cuando pudo regresar a Barcelona con Maragall, hablando del auge de las oenegés me dijo: “Sirven, más que para ayudar al tercer mundo, para colocar a los hijos humanistas de la burguesía”. Y añadía: “Desde esta perspectiva, no puede decirse que carezcan de sentido social...”.
Era algo achaparrado. Se peinaba a la antigua. Vestía de un modo muy convencional que, en los años setenta, cuando lo conocí, no se correspondía con el aspecto que (según dictaban el póster del Che, las cabelleras californianas o la pana de 1968) debían tener los revolucionarios. Como veremos mañana, la sobriedad castellana de José Ignacio podía haber ligado con la de otro conspicuo sobrio, catalanísimo: Raimon Obiols. No era el tiempo de ninguno de ellos; sino de un tipo antagónico y floral: Narcís Serra. Los sobrios y circunspectos no estaban destinados a triunfar en aquella sociedad que suspiraba por el exceso.