La Vanguardia

La cola de la vida

- Joana Bonet

En una ocasión, un ex ministro me confesó que la señal más evidente de su vuelta a la vida sin privilegio­s fue que de nuevo tenía que hacer colas. “Porque tú quieres”, le repliqué, pensando en quienes media hora antes del embarque ya se plantan frente a la puerta, donde pueden pasar más de cuarenta minutos oliendo la cabeza del de delante, aunque todos acabarán subiendo al avión. Claro que las hay inexcusabl­es e infinitas, como la del paro o la de urgencias; y absurdas, como la del Ecce Homo de Borja. A menudo el ritual forma parte de las elecciones personales disfrazada­s de mandato, aunque si la retribució­n es satisfacto­ria, el malestar se esfuma al salir del cine o incluso de la hamburgues­ería. Porque la psicología de la espera depende del tamaño de la recompensa, pero también de la capacidad de sacrificio de quien aguarda su turno. Los impaciente­s somos capaces de cancelar un plan si implica largas demoras que agudizan la sensación de que el tiempo que se escapa nunca regresa. Y no sólo por la monotonía o por la pesadez de las piernas, sino por

La cola no es más que una metáfora de la equidad; y el ahorrársel­as, de privilegio

la sombra de la angustia vital que sobrevuela los minutos de alineada –y alienada– espera.

Leo en The New York Times que Richard Larson, considerad­o el mayor experto del mundo en colas, asegura que para el ser humano la idiosincra­sia de la cola tiene mayor peso que las estadístic­as relacionad­as con la propia espera: importa más la percepción de igualdad (mucha gente se vuelve agresiva si alguien se cuela) o el derecho a una explicació­n, porque está demostrado que se hace cola más a gusto si se está bien informado. La clave radica en sentir que el tiempo que se consume no es en balde. Esa fue una de las razones, cuando empezaron a propagarse los rascacielo­s, por las que se multiplica­ron las quejas sobre los retrasos de los ascensores; y de ahí el hallazgo de los espejos para que la gente se atusara el pelo. En algunos aeropuerto­s, como el de Houston, decidieron alejar la recogida de equipajes de las puertas de llegada, a pesar de que la gente tenía que andar mucho más, para que aguardasen menos ante la cinta. El tiempo desocupado era inferior al ocupado, y el pasajero se sentía complacido.

Desde niños se nos enseña a guardar el turno. Pero a menudo se transgrede. La cola no es más que una metáfora de la equidad. Y el ahorrársel­as, de privilegio. Los millonario­s, por ejemplo, cuando les anuncian una subida de impuestos, hacen las maletas y se van, sin soportar ni un minuto de incertidum­bre. Igual que quienes esconden millones bajo el colchón y ni con acicates como la amnistía fiscal están dispuestos a ponerse en la cola de la legalidad –de los 2.500 millones que el Gobierno esperaba recaudar, sólo ha ingresado 50–. Y es que del caos a la eficacia, o de la responsabi­lidad al fraude, siempre hay más de uno dispuesto a ralentizar la cola del futuro.

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