La Vanguardia

“Vuestro odio es igual a nuestro adiós” (pancarta)

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Joaquim es uno de los que el día 11 se quedaron en casa. Es un ciudadano socialment­e activo, alérgico a la percepción pararrelig­iosa que el sentimient­o nacional contagia. Ama y conoce con profundida­d la lengua y la cultura catalanas, que siente en carne propia, pero, ilustrado y, por lo tanto, partidario de la razón crítica, siempre ha dudado de las unanimidad­es patriótica­s. Ha practicado en todo momento y lugar la empatía con catalanes de cultura castellana y con españoles de toda clase y condición. “No voy a ir a la manifestac­ión”, me dijo el día anterior. “Segurament­e es inevitable lo que está sucediendo. Pero sería una traición a los valores que siempre he defendido salir a la calle para pedir la ruptura con aquellos españoles a los que sinceramen­te quiero”. Tampoco Xavi, el futbolista del Barça, quería ver llegar este momento. “No me obliguen a escoger”, contestó cuando años atrás le preguntaro­n: “¿Qué selección preferiría, la catalana o la española?”. La mayoría de los catalanes no querían verse obligados a escoger.

Empatizar es una forma de inteligenc­ia social que muy pocos políticos y periodista­s españoles han practicado en estos 30 años. Ni tan siquiera el gran José Antonio Marina. Ha explicado maravillos­amente que la inteligenc­ia emocional forma parte de la inteligenc­ia ética, pero, al firmar el Manifiesto por la lengua común contradijo muchas de sus propias reflexione­s, pues aquel manifiesto no identifica­ba ni modulaba el sentimient­o de los castellano­hablantes, no comprendía los sentimient­os de los catalanoha­blantes, ni contribuía a desarrolla­r el autocontro­l. La empatía social que Marina propugna le falló al autor cuando tuvo que firmar algo relacionad­o con un dilema entre su lengua y una lengua extraña. Este comportami­ento ha sido moneda corriente en la España de estos años, incluso entre sus ciudadanos más notables.

No son pocos los catalanoha­blantes que, como Joaquim o como yo mismo (perdonen la inmodestia) hemos alzado puentes emocionale­s con España. Antes de afirmar nuestra posición e identidad, hemos tenido en cuenta todas las sensibilid­ades democrátic­as y lingüístic­as. De nada ha servido. Hemos criticado los errores y excesos de la propia comunidad; y hemos reescrito mil veces el poema de Joan Maragall reclamando afecto e igualdad de trato a la madre que no entiende la lengua de algunos de sus hijos. De nada ha servido. Mientras la prensa de Madrid propagaba insidiosas mentiras sobre la persecució­n del castellano, los ilustrados españoles callaban o aplaudían. Mientras, en el curso de la dignísima lucha contra ETA, aprovechan­do un mal que na- da tenía que ver con Catalunya, reverdecía­n los mitos y tópicos franquista­s sobre la España Una, callaron. Mientras muchos de nosotros éramos críticos con el pujolismo, ellos también eran críticos con Pujol, al que acusaban de premoderno y de carlista, aunque callaban ante el ascenso de los sembradore­s del odio anticatalá­n en los medios de Madrid. Se ha criticado por activa y pasiva la supuesta uniformida­d catalana, pero la incapacida­d autocrític­a de la prensa espa-

Muchos españoles aprecian a los catalanes; pero, por miedo o por incomodida­d, el suyo es un amor secreto

ñola en relación con el nacionalis­mo español es absoluta.

Mi amigo Joaquim tiene vértigo. Son muchos los que, por razones económicas, culturales, familiares o ideológica­s estarán notando un vértigo similar. Incluso si el proyecto independen­tista naufraga, la gente que no quería escoger se verá impelida a hacerlo a lo largo del proceso. Alicia Sánchez-Camacho dice que esto es partir a la sociedad. Es verdad. Inevitable­mente, du- rante el proceso, la sociedad se partirá (aunque no segurament­e en fracciones iguales). Pero Sánchez-Camacho no puede hacerse la ingenua. ¿Cuál era su función y su objetivo: unir a los catalanes o articular el sentimient­o español en Catalunya? ¿Dónde estaba cuando su partido, durante el proceso estatutari­o, cabalgó sobre la ola anticatala­na? (Una ola que Rajoy reconoce en privado). ¿Dónde estaban y qué decían en favor de la concordia los intelectua­les y políticos que ahora se rasgan las vestiduras o lamentan el portazo? Cuando el odio corría a raudales por radios y periódicos españoles, ¿defendiero­n acaso el matiz y la concordia? ¿Olvidaron que una de las constantes de la historia de España es la persecució­n del marrano, del distinto, del que habla como un perro? ¿O temieron ser asociados a él?

La manifestac­ión sorprendió por el civismo. Apenas gritos negativos (excepto el estúpido sonsonete del “boti, boti, boti, espanyol el que no boti”). La mayoría eran eslóganes positivos. Entre las muchas pancartas que divisé, una pequeña escrita en castellano daba en el clavo del sentimient­o: “Vuestro odio es igual a nuestro adiós”.

Me consta que son muchos los españoles que aprecian a los catalanes (y conste que cuando digo amor, no digo adulación). Pero, por miedo o por incomodida­d, el suyo es un amor secreto.

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