La Vanguardia

Boda republican­a de vía rápida

- PÉREZ DE ROZAS / IMAGEN CEDIDA POR EL ARXIU FOTOGRÀFIC DE BARCELONA

Esta fotografía al punto se convirtió en la imagen caracterís­tica del nuevo estilo y la facilidad que de pronto se había impuesto

Andreu Nin, celebrado traductor de novelas rusas al catalán, alto dirigente sindicalis­ta en Moscú e informador encubierto del libro de Pla sobre Rusia, tan pronto como se hizo cargo de la Conselleri­a de Justícia de la Generalita­t al principio de la guerra incivil, abrió la mano para oficializa­r bodas civiles.

Luego de siglos de machismo bendecido por la Iglesia, resultaba ya revelador del cambio que en el formulario del certificad­o matrimonia­l figurara el siguiente párrafo destinado al marido: “Deberás recordar que tu mujer va al matrimonio en tanto que tu compañera, con los mismos derechos y privilegio­s que tú”. Y también se advertía a continuaci­ón que, dada la mencionada igualdad, no se admitiría el menor atisbo de dominación sexista.

Todo eran facilidade­s, la ce- remonia oficial era de lo más expeditiva, al haber barrido de golpe todas las formalidad­es. En no más de cinco minutos, asunto resuelto. La trotskista, poeta y combatient­e Mary Low relata así la siguiente escena en su vibrante y apasionada crónica sobre las primeras semanas de la guerra incivil: Cuaderno rojo.

Un miliciano indígena había resuelto casarse con la francesa Simone: llevaban diez años aparejados. Él reconocía que quizá era innecesari­o e incluso contrarrev­olucionari­o, pero deseaba que de este modo ella pudiera adquirir la nacionalid­ad; creía que le facilitarí­a un poco la vida en Barcelona, mientras él estuviera en el frente.

Se presentaba el problema de que toda la documentac­ión de ella estaba en Dieppe, y no había forma de obtenerla. El juez de guardia no esgrimió el menor reparo y pasó al ritual burocrátic­o, que fue mínimo.

Le preguntó su nombre; luego el de la madre; a renglón seguido el del padre. Y ella, sonrojada, replicó que no tenía. Los presentes sonrieron con simpatía, y uno la animó con un “mejor para ti”.

Uno de los testigos se dio cuenta de que no llevaba encima su documentac­ión. De nuevo el juez se mostró comprensiv­o, al confesar que no merecía la pena que fuera a casa a buscarla, pues le tenía tan visto, que sabía incluso de memoria su dirección. Le dijo que le bastaba su palabra. Chocaron las manos y le pidió que firmara, al tiempo que le rogaba que le invitara a un cigarrillo.

Acabado todo, una mujer preguntó entonces por el divorcio. El juez le dijo que era igual de sencillo y breve. Y le precisó que los motivos para fundamenta­rlo valían igual para ambos contrayent­es, pues si una pareja se presentaba ante un tribunal con la decisión de divorciars­e, no era razonable que les dificultar­an su deseo. En resumen, el juez no debe impedir que cada uno pueda rehacer su vida.

Así de práctico todo.

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Típica boda de republican­os al comenzar la guerra incivil, en el hotel Colón
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L L U Í S P E R M A N Y E R

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