La herencia del ‘Sandy’
Casi un mes después, el impacto del huracán en Nueva York resulta más profundo de lo que se pensó
Desde la parte alta de Manhattan, las historias de destrucción tras el huracán Sandy no sólo parecen cosas de otra ciudad. Las imágenes evocan otro país, otro continente y otro planeta sin relación con la máxima potencia económica del mundo.
Una vez en la realidad de uno de los escenarios, como este de Far Rockaway (Queens), impresiona la desolación que predomina, casi un mes después.
En medio de un movimiento continuo de camiones, grúas y pequeños tractores, entre un enjambre de policías –perdura el miedo a los saqueos–, de colaboradores del servicio de emergencias federal (Fema) o empleados de compañías eléctricas, del gas o del agua, ahí está Lillian Gerson.
Esta joven, que oculta su edad, ha dejado su labor de promotora artística para dedicarse de pleno al voluntariado. Ha reconvertido su apartamento –en la segunda planta de una casa de tres, en la calle 92, en la confluencia con Shore Front Parkaway– en una soup kitchen. Ahí cocina con gas, por carecer de corriente y de agua caliente, para repartir su producto entre el vecindario.
Forma parte de la Rockaway Rescue Alliance y distribuye unas 600 comidas diarias. Lillian recuerda que el tercer mundo ya estaba en la metrópolis, donde conviven la extrema pobreza y la máxima riqueza de Wall Street. “La tormenta sólo ha acentuado el problema –remarca Lillian–, el hambre ya existía. Lo único que ahora nos hemos organizado, sin necesidad de las autoridades”.
Lo que no quita para que la Fema ya haya aprobado 564 millones de dólares en ayudas a familias afectadas. Hasta el 20 de noviembre, 219.000 neoyorquinos contactaron con la agencia.
Sentado al sol, en el porche de su casa, John McGuire espera el regreso de su mujer y sus tres hijas. Abandonaron el hogar –también él–, el 29 de octubre, a las seis de la tarde, al ver en el Atlántico unas olas gigantescas –“como nunca”– y que el océano, a unos centenares de metros de distancia, llegaba a su residencia.
Faltaban más de dos horas para que el huracán Sandy alcanza- ra su plenitud, en la que se llevó por delante el paseo marítimo, del que sólo quedan las columnas de apoyo de hormigón, y no todas. Cuenta que algunas piezas de hasta 30 metros sobrevolaron el barrio, dos manzanas más allá.
“No quería que le pasara nada a mi familia”, afirma John, como si se disculpara por haber cumplido la orden de evacuación.
Bombero retirado de 60 años, forjado en tragedias como la del 11-S, McGuire ha recuperado la calma. Su actitud es la de “la vida sigue”, a pesar de ese entorno de edificios maltrechos y sellados –sobrecoge el silencio de un par-
“La pobreza ya existía antes, la tormenta sólo la ha acentuado”, dice una voluntaria en Far Rockaway
que sin niños–, de negocios sin vida, de bares cerrados, de tejados por el suelo, de dispensarios médicos improvisados o de colas de los que acuden a por su comida.
Él volvió el lunes y esta noche, víspera de Thanksgiving (fiesta de Acción de Gracias, que se celebró ayer), se reunirán todos otra vez en la calle 92, un poco más al norte de Shore Front, la avenida y paseo marítimo de Far Rockaway, en Queens, una de las zonas más castigadas en Nueva York, junto a Staten Island. De los 43 muertos, 23 se produjeron en Staten Island y 11 en Queens.
Los Mcguire son unos afortunados. Sólo forman parte de las “mejores estadísticas”. Están integrados en el parámetro que indica que uno de cada diez neoyorquinos sufrió inundaciones o incluso en el de uno de cada 20 en que el agua subió más de 1,8 metros. Pero tienen su techo, uno de los 42.000 inmuebles castigados por la tormenta y que tienen que someter a reparación y reemplazar el mobiliario.
No es lo mismo. El impacto del ciclón provocó la desaparición de 200 viviendas. Otras 400 deberán ser derribadas por los profundos daños estructurales y 500 esperan veredicto. Entre los que no podrán volver y los que deben esperar, unas 42.000 personas se han quedado sin su cobijo.
“Quién sabe –dice un estoico John– si esto no se repetirá en cien años o la próxima semana. Me gusta este sitio, si sucede de nuevo tal vez me plantee irme”.
Todavía no dispone de todos los servicios y el ruido persistente de los generadores se mete dentro de la cabeza. “Molestan –replica– pero, de noche y a oscuras, este lugar asusta”.