El PP, resistencia y advertencia
En la avenida Amèrica del barrio de Rocafonda de Mataró, Alicia Sánchez-Camacho se fotografiaba con dos jóvenes mochileros. Uno de ellos, llevaba anudado en su bolsa espaldera un lazo con los colores de la senyera y el otro lucía una chapa de la CUP. Poco antes, un hombre de edad indefinida, observaba la comitiva del PP enfundado en un chándal de la selección española de fútbol y lo hacía justo debajo de una balconada de la que colgaba otra senyera estelada. Quizás así pueda comprenderse, de un lado, que en Catalunya hay episodios de distensión y expresiones muy plurales, y de otro, que la presidenta del Partido Popular ha sacado a sus militantes de las catacumbas y los ha empujado a respirar el aire de la calle. Ella domina el asfalto. Sonríe, besa, abraza, habla y se pasea desinhibida tanto por el bastión popular de Badalona –curioso fenómeno el de esta ciudad en la que García Albiol goza de unas adhesiones enfebrecidas y, a la vez, padece repulsiones invencibles– como por la convergente Diagonal barcelonesa, al lado de la sede del PP en cuya fachada aún se pueden contemplar los impactos de pintura roja arrojados en su día por manifestantes que protestaban contra la guerra en Iraq.
Manchones que lucen como testimonio de un “estigma” al que los dirigentes populares de Catalunya se refieren sin abatimiento pero con una amarga sensación de injusticia. Saben que tienen que resistir doblemente: por la “excentricidad de proclamarse españoles y catalanes”, lo que les granjea un “trato mediático con un rasero selectivo”, y por sostener, desde hace un año, a un Gobierno en Madrid que practica políticas de severos ajustes y restricciones, después de haberlos criticado cuando los aplicó Zapatero. Por eso –ir a contracorriente de una generaliza opinión hostil a la doble identidad española y catalana, enfatizando la primera, y colaborar con un Gobierno que acumula sin cesar antipatías– sus expectativas electorales se limitan, en el mejor de los casos, a repetir el número de escaños de noviembre del 2010. Los votantes que optaron por el PP en las generales –casi el doble de los que lo hicieron en las catalanas– no parecen motivados a repetir. Se instalarán en la abstención o migrarán a una opción refugio como la que representa Albert Rivera.
Pero tras la resistencia sonriente y decidida de Sánchez-Camacho hay un diagnóstico claro de lo que ocurre en Catalunya y que fue capaz de esbozarme en los veinticinco minutos de trayecto que requiere regresar a Barcelona desde Mataró. Un diagnóstico con una dentellada crítica a Mas y a CiU de la que no se libra el PSC, pero que incorpora una seria advertencia al Gobierno de Rajoy: el nuevo Ejecutivo de la Generalitat tendrá muchos problemas y, si la federación nacionalista no logra la mayoría “excepcional” que reclama, un sinnúmero de contradicciones, pero el Estado y el presidente están avisados de que, además de aplicar la ley, tendrán que arbitrar soluciones políticas a una cuestión que ha adquirido enorme envergadura. Desde el PP de Catalunya se viene alertando del tsunami desde tiempo atrás y tanto en la Moncloa como en la madrileña calle Génova han comenzado a reparar en los sólidos argumentos de Sánchez-Camacho. La presidenta combina una férrea lealtad a su partido con una gran lucidez –para mí desconocida– sobre la naturaleza y consecuencias de un proceso que, aunque eclosionó en la Diada de este año, se estaba gestando desde la impugnación ante el Tribunal Constitucional del Estatut del 2006.
Los dirigentes del PP catalán –además de resistir– han debido advertir también acerca de la necesidad de discreción y oportunidad en declaraciones y actitudes, sobre la errónea consideración madrileña según la cual Mas estaría yendo de farol y de que la colaboración del PP con CiU ya no es posible a la espera de cómo se de- sarrollen los acontecimientos después del 25-N, que dibujará un nacionalismo independentista macrocéfalo y una oposición fragmentada y dispersa. En condiciones distintas a las actuales el PP tendría la obligación de aspirar a contrabalancear al nacionalismo. Pero con un Gobierno enfrascado en la crisis, con múltiples frentes abiertos y una cuestión catalana que ha estallado después de nutrirse de munición subterránea, mantener el tipo les resulta suficiente a los populares de Catalunya que conocerán su papel en el escenario futuro cuando la aritmética de las urnas traduzca en escaños el clamor de la Diada. Su campaña bajo el lema del sí a Catalunya y del también a España, les resume pero, dicen, también les proyecta porque “aquí no hay ni un solo partido, salvo el PP, que maneje la gestión de las potencialidades de un Estado en el orden interno y en el internacional”. En otras palabras: sean sus escaños los que sean en el Parlament, el soberanismo catalán tienen un interlocutor que es Mariano Rajoy.
Un hombre que no ha jugado al president de la Generalitat, ni sus ministros, pese a la as usual metedura de pata de Montoro, la mala pasada de la zancadilla periodística que se le atribuye. Sánchez-Camacho se niega a consentir la sospecha de cualquier responsabilidad en el backstage de las acusaciones de El Mundo contra Pujol y Mas. Es la suya una protesta creíble. En marzo del 2008, el diario madrileño quiso tumbar al gallego para sentar a la lideresa Aguirre en su poltrona y todavía hace pocas semanas su director firmaba un artículo en el que, atrincherado en un texto tan crítico como antiguo de Gabriel Elorriaga contra el liderazgo de Rajoy, disparaba a matar sobre el inquilino de la Moncloa. “Si es por afinidad con esa cabecera, que interpelen a Chacón o a Zapatero, pero no precisamente a Rajoy”.