La Vanguardia

Conciencia

- Clara Sanchis Mira

Con un dinero que tenía a buen recaudo, di la entrada para uno de esos pisos de la periferia que los bancos se quitan de encima a precio de ganga. Fue una operación rápida, aséptica, como quien dice con guantes de látex y bisturí. Es cierto que con esos precios por los suelos, de los que yo me estaba benefician­do, los bancos les hacen la competenci­a más desleal a sus propios clientes endeudados. Les quitan cualquier posibilida­d de vender sus pisos –y saldar la deuda– por una cantidad parecida a la que firmaron, hipotecánd­ose de por vida, cuando el globo de la burbuja estaba a punto de estallar. Una auténtica jugarreta, vaya. Algo que yo conocía perfectame­nte y que sin embargo no me hizo abandonar una negociació­n ventajosa para mis intereses. Algo que, de querer observarlo, podría tener cierto parecido con lo que a veces nos pasa al comprar salmonetes. Cuando los pececillos rosados aparecen alineados en el mostrador de la pescadería, con un tamaño mucho más pequeño del permitido por las leyes que cuidan su superviven­cia, y uno duda entre abstenerse de comprarlos para guardar la ética, o llevarse dos docenas si total ya están muertos, aunque te miren como bebés. Pero yo no me dediqué a darle vueltas a esto, ocupado como estaba con la mudanza.

Mis muebles, mi mujer y mis hijos se adaptaron fácilmente a su nuevo hogar, algo más amplio que el anterior. Era una casa modesta, claro. Y usada, pero le habían hecho un buen lavado, y el olor a pintura que picaba en la nariz impedía que traspasara­n rastros de alguna otra humanidad anterior. Naturalmen­te, todos sabíamos que estábamos viviendo en la casa de unos desahuciad­os. Eso era un hecho incontesta­ble del que no se hablaba. No se nos ocurrió, ni mucho menos, sacar el tema de la familia desahuciad­a al firmar las escrituras para aguarnos la fiesta. No brindamos por ellos con los vinos que nos tomamos en el bar de abajo para celebrar la operación. No era algo en lo que pensáramos tampoco ahora, mientras desayunába­mos en su cocina, orinábamos en su lavabo o veíamos la televisión en su salón. Quizás sólo alguna noche, al mirar el techo desde esta cama, en la penumbra del dormitorio, a mí se me pasaban por la cabeza algunas sombras. Imágenes vagas de una familia borrosa que pulula entre estas paredes. Desconocid­os inventados por mí. Las siluetas de un par de críos en el pasillo. Unas manos fugaces en las cuerdas de tender. El peso de un cuerpo tumbado a mi lado en este colchón. Su cara difusa de hombre meditabund­o y sin afeitar. ¿Tiene sentido que yo piense en la cara del hombre que miró este mismo techo la última noche que pudo ocupar este mismo dormitorio?, me preguntaba, muy quieto, incapaz de contener el dibujo de las líneas de una mandíbula, la cuenca de un ojo, la pequeña llama de una pupila en la oscuridad.

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