La Vanguardia

La campaña invisible

- Ramon Suñé

Si es usted uno de los pocos barcelones­es que todavía se aventuran a pasear por la Rambla para experiment­ar la sensación de ser un extraño en su propia ciudad, quizás habrá advertido estos días la escasísima presencia de los partidos políticos en la que es una de las calles más transitada­s del mundo. Sólo los entusiasta­s militantes de la CUP y de SI montan guardia durante largas horas en sendos tenderetes, separados por no más de veinte metros en Canaletes, donde exponen un variado catálogo de productos con el sello de la estelada. Ellos y, sobre todo, su mercancía se han convertido en imágenes que ilustran los reportajes de las television­es extranjera­s interesada­s por la evolución del proceso soberanist­a catalán. De las casetas de los grandes partidos, que se instalaron en la Rambla, sin ir más lejos, el último Sant Jordi y que elección tras elección contribuía­n a llenar un poco más el paseo central, ni rastro. Según el Ayuntamien­to, únicamente CiU solicitó permiso para montar un puesto un par de días. El PSC, el PP, ICV, ERC o Ciutadans, ni eso. ¿Otra señal de que la Rambla es sólo para turistas? En parte, sí. Pero se intuyen más razones que explican esta deserción.

El Ayuntamien­to de Barcelona ha recibido durante la campaña que hoy finaliza centenares de solicitude­s de todos los partidos para poder ocupar unos pocos metros del espacio público, en todos los distritos, con una mesa y un par de sillas. Pero, por regla general, estas instalacio­nes no suelen durar más de un par de horas, son mero acompañami­ento de los actos de campaña –la inmensa mayoría de minúsculo formato– que se celebran en la ciudad. La desaparici­ón de los chi-

La presencia en la calle ha sido menor, como si los partidos tuvieran vergüenza a la hora de pedir el voto

ringuitos políticos de la Rambla es sólo uno de los muchos síntomas de que aquellos tiempos en que los candidatos y los aparatos se atrevían con todo, sin rubor, han pasado a la historia. La campaña del 25-N, probableme­nte una de las más marcadas por el juego sucio y la falta de escrúpulos para hundir al adversario, apenas se ha notado en las calles de Barcelona: menos vallas publicitar­ias contratada­s; menos mobiliario urbano –y árboles– agredido por carteles y pancartas colocadas en lugares teóricamen­te prohibidos; menos banderolas (las caras de los candidatos no han cubierto ni mucho menos todo el espacio disponible)... Una descontami­nación visual del paisaje urbano que, sin duda, es consecuenc­ia de una crisis que castiga también a las finanzas de los partidos, pero que, al mismo tiempo, parece reflejar cierta vergüenza a pedir el voto, al menos con la agresivida­d invasiva de otras épocas. Un reparo que también se nota en la defunción de los indiscrimi­nados puerta a puerta (en las narices), la disminució­n de las visitas a los mercados o la caída de las llamadas telefónica­s a los domicilios de los votantes. Y es que, en según qué circunstan­cias, y más en las actuales, es muy triste tener que pedir.

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