La campaña invisible
Si es usted uno de los pocos barceloneses que todavía se aventuran a pasear por la Rambla para experimentar la sensación de ser un extraño en su propia ciudad, quizás habrá advertido estos días la escasísima presencia de los partidos políticos en la que es una de las calles más transitadas del mundo. Sólo los entusiastas militantes de la CUP y de SI montan guardia durante largas horas en sendos tenderetes, separados por no más de veinte metros en Canaletes, donde exponen un variado catálogo de productos con el sello de la estelada. Ellos y, sobre todo, su mercancía se han convertido en imágenes que ilustran los reportajes de las televisiones extranjeras interesadas por la evolución del proceso soberanista catalán. De las casetas de los grandes partidos, que se instalaron en la Rambla, sin ir más lejos, el último Sant Jordi y que elección tras elección contribuían a llenar un poco más el paseo central, ni rastro. Según el Ayuntamiento, únicamente CiU solicitó permiso para montar un puesto un par de días. El PSC, el PP, ICV, ERC o Ciutadans, ni eso. ¿Otra señal de que la Rambla es sólo para turistas? En parte, sí. Pero se intuyen más razones que explican esta deserción.
El Ayuntamiento de Barcelona ha recibido durante la campaña que hoy finaliza centenares de solicitudes de todos los partidos para poder ocupar unos pocos metros del espacio público, en todos los distritos, con una mesa y un par de sillas. Pero, por regla general, estas instalaciones no suelen durar más de un par de horas, son mero acompañamiento de los actos de campaña –la inmensa mayoría de minúsculo formato– que se celebran en la ciudad. La desaparición de los chi-
La presencia en la calle ha sido menor, como si los partidos tuvieran vergüenza a la hora de pedir el voto
ringuitos políticos de la Rambla es sólo uno de los muchos síntomas de que aquellos tiempos en que los candidatos y los aparatos se atrevían con todo, sin rubor, han pasado a la historia. La campaña del 25-N, probablemente una de las más marcadas por el juego sucio y la falta de escrúpulos para hundir al adversario, apenas se ha notado en las calles de Barcelona: menos vallas publicitarias contratadas; menos mobiliario urbano –y árboles– agredido por carteles y pancartas colocadas en lugares teóricamente prohibidos; menos banderolas (las caras de los candidatos no han cubierto ni mucho menos todo el espacio disponible)... Una descontaminación visual del paisaje urbano que, sin duda, es consecuencia de una crisis que castiga también a las finanzas de los partidos, pero que, al mismo tiempo, parece reflejar cierta vergüenza a pedir el voto, al menos con la agresividad invasiva de otras épocas. Un reparo que también se nota en la defunción de los indiscriminados puerta a puerta (en las narices), la disminución de las visitas a los mercados o la caída de las llamadas telefónicas a los domicilios de los votantes. Y es que, en según qué circunstancias, y más en las actuales, es muy triste tener que pedir.