Soy un indeciso
Me dolería contribuir a un resultado que, me temo, no me va a gustar. ¿Puedo vender mi voto al mejor postor?
No lo puedo evitar: me gusta votar. Ojalá pudiera adoptar el distanciamiento que describía Roland Topor: “El hombre elegante respeta demasiado la democracia para arriesgarse a estropearla votando”. ¿Votar está sobrevalorado? Puede que sí, pero, durante años, en mi casa se habló del voto como de un derecho y un deber idealizados.
Mi primera vez fue un acto de disciplina familiar. Mi padre se presentaba a las elecciones y habría sido una ofensa no apoyarlo, tanto como que el hijo de un charcutero consuma el jamón de la competencia. El voto tenía un lado práctico: ayudar a que tuviera más años de cotitzación de cara a la pensión (con el tiempo, es el aspecto que más orgulloso me ha hecho sentir respecto a la utilidad que podía tener mi voto).
Cuando dejó de presentarse, me convenció para votar a sus camaradas. Pero sus camaradas empezaron a escindirse y reagruparse hasta que, algo mareado, me arriesgué a tener mi propio criterio. Cometí algunos errores de juventud (votar a partidos que siempre perdían) y alguna gamberrada (en las elecciones europeas, voté a Ruiz Mateos sólo para dinamitar el incipiente sistema comunitario). En el siglo XXI siempre he votado en blanco (mi psicóloga afirma que existe una relación directa entre el voto en blanco y mi infausta vida sexual). Hablo por experiencia: en este país votar en blanco es inútil. El día siguiente, ningún medio de comunicación habla jamás de nosotros y no hay manera de saber cuántos somos, ni siquiera como extravagancia testimonial.
Por eso he decido que, pasado mañana, no votaré en blanco. El problema es a quién votar. Podría ceder el voto a cualquiera de los miles de catalanes que, pese a estar convencidos, no podrán participar gracias a la incompetencia de los mismos políticos que les prometen cosas improbables cuando son incapaces de solucionar un problema tan simple como éste (si fueran multas, seguro que encontrarían el modo de cobrarlas). Pero me dolería contribuir a un resultado que, me temo, no me va a gustar. Llevo días devorando la propaganda que los partidos –gracias– me han enviado. Pero la prosa electoralista no es muy estimulante que digamos. Dos ejemplos: “"Tú puedes cambiar las cosas si votas con el corazón”. O: “"Les persones que volem la independència hem d’anar a votar, no es pot perdre cap vot”. Como prefiero votar con la cabeza y no soy independentista, no sé qué hacer. Por eso, y aprovechando que aún faltan unas horas para el domingo, utilizo esta columna para preguntarle a la Junta Electoral (me da igual si provincial o central): ¿Puedo vender mi voto al mejor postor? Con factura y el IVA correspondiente, por supuesto.