El saltito y el rodillazo
APedro le mostraron una tarjeta amarilla en Moscú porque simuló que el portero le había derribado. La apreciación del árbitro fue correcta, inapelable, pero no siempre, ni siquiera con mil repeticiones a cámara superlenta, es posible determinar con certeza si el atacante choca o el guardameta tumba. Hace unas décadas, esta controversia era esporádica por una razón muy simple: los delanteros tenían el hábito, el instinto, el buen gusto de saltar por encima del portero para no chocar con él y lastimarlo. Justo lo contrario de lo que ocurre ahora. Buscar el encontronazo es hoy la norma, y la excepción, el elegante saltito guarda guardametas.
Zubizarreta fue víctima de esta treta más veces de la cuenta. Se echaba a los pies del contrario con un arrojo suicida, pero no podía esconder su corpachón y, sin comerlo ni beberlo, se tuvo que tragar unos cuantos penaltis artificiales. La artimaña de buscar el bulto para tropezar a posta forma parte del buen hacer de casi todos los delanteros, que, en el uno contra uno, parecen más pendientes de dársela con queso al árbitro que de marcar. ¿Es correcto? ¿Es reprobable? Depende del color del cristal con que se mira. En el fútbol, como en la vida, vale lo que nos favorece y cuanto nos perjudica es aborrecible.
Ahora que el fair play es un tema candente –por cierto, ¿qué dice del vergonzoso gol de su equipo Mircea Lucescu, el que increpó a Guardiola con un histérico “¡vergogna, vergogna!”?–, es oportuno plantearse el dile- ma del penalti teatral o el saltito por encima del portero. La primera reacción del aficionado es noble: faltaría más, no se pueden homologar los trucos antideportivos. Pero, si redundan en nuestro beneficio, la cuentitis y los aspavientos tienen bula y todos los atenuantes imaginables.
En el propio Camp Nou, en las tertulias de café y en otros templos del saber futbolístico como las barberías, se reprocha a Messi que no ponga un poco de su parte para que el árbitro señale más a menudo ese punto que llaman fatídico. Cierto entrenador pronunció la expresión “teatro del bueno” en referencia a un Leo que salió baldado de Stamford Bridge, pero no es eso lo que se pide. Es más sencillo, simplemente que no prosiga las jugadas como un autómata cada vez que lo zancadillean por delante, lo agarran por detrás o lo emparedan por los cuatro costados. “¡No sigas!”, gritan los aficionados hartos de que el azulgrana perdone las graves infracciones que él mismo provoca. Compañeros suyos de profesión y hasta del Barça –Alves o Alexis, por ejemplo– montarían unas performances de órdago en su lugar.
Uno echa en falta el honorable saltito por encima del portero. Y al mismo tiempo lamenta que los guardametas tengan un truco recíproco, un juego subterráneo, que en este caso es aéreo. Me refiero a las salidas para despejar de puños con una rodilla en alto. Mis cortas entendederas no alcanzan a comprender qué diferencia hay entre saltar con ambas piernas estiradas o con una rodilla en ristre si no es que esta ejerce de algo más que de parachoques. No es exactamente un arma ofensiva, pero puede serlo, como atestiguan los riñones de los futbolistas que disputan balones aéreos a los guardametas. La rodilla en alto sirve para marcar territorio, como estos animales
Los delanteros tenían antes el instinto y el buen gusto de saltar por encima del portero
que desarrollan una parte de su anatomía con un aspecto feroz para ahuyentar a los enemigos de la especie.
Las trifulcas entre delanteros y porteros tienen algo de película de ladrones y policías, de indios y cowboys, mantienen una relación de sainete costumbrista entre taxistas y guardias urbanos. Los trucos forman parte de una representación que reserva el papel principal al árbitro. De él depende que el sainete acabe en tragicomedia o se convierta, como ocurre cada fin de semana en la Liga, en un vodevil.