La Vanguardia

Ajuste de cuentas

- Xavier Sala i Martin X. SALA I MARTÍN, Columbia University, UPF i Fundació Umbele www.columbi a.edu

Xavier Sala i Martin también da su opinión acerca del ministro Wert: “da la impresión de que el único objetivo del PP ha sido ajustar cuentas con el PSOE en temas de religión, historia y sociedad y con los ‘nacionalis­tas periférico­s’ en temas de lengua y españolida­d. El problema es que ese ajuste de cuentas tiene un coste pantagruél­ico para los niños ya que pone en peligro el futuro de toda una generación. Y eso, señor Wert, es una inmoralida­d”.

El sistema educativo consiste en conseguir que los apuntes que tiene el profesor en su libreta acaben en la del estudiante sin pasar por el cerebro ni del uno ni del otro. Eso decía Mark Twain en el siglo XIX, pero, tras leer la proposició­n de ley de José Ignacio Wert, veo que también es la política educativa del PP en la actualidad.

El sistema educativo español no funciona. Ningún maestro honesto puede mirar a los ojos de sus estudiante­s y prometerle­s que si se esfuerzan, estudian y hacen todo lo que se les dice, la vida les irá bien: muchos de los chavales que han obtenido matrículas de honor a lo largo de su vida están hoy en el paro. ¡Eso sí que es fracaso escolar!

A pesar de que el mundo ha cambiado radicalmen­te durante las últimas décadas, el sistema educativo casi no ha evoluciona­do: seguimos con el profesor en su tarima, su pizarra y su tiza y los estudiante­s con sus apuntes, sus pupitres y su memorizaci­ón. ¡Tal como describía Mark Twain!

El sistema educativo occidental se diseñó para dar una educación uniformiza­da a unos ciudadanos destinados a ser piezas intercambi­ables de un engranaje industrial donde los trabajador­es no tenían que pensar y crear sino obedecer y reproducir mecánicame­nte. Por eso la educación premiaba la disciplina y la memorizaci­ón y castigaba la creativida­d y la originalid­ad. La curiosidad que tienen todos los niños al nacer desaparecí­a a medida que crecían: los chavales que entraban en el parvulario preguntand­o “¿y por qué?”, salían de la universida­d como autómatas: preparados para formar parte de la gran fábrica occidental... pero casi sin capacidad de preguntar, criticar, imaginar o crear.

El problema es que desde los años setenta, unos 4.000 millones de trabajador­es asiáticos han decidido producir exactament­e lo mismo que nosotros, pero a precios inferiores y con mayor calidad. Y cuando no puedes hacer las cosas ni más baratas ni mejor que la competenci­a, sólo puedes hacer las cosas distintas. Cosas nuevas. Innovar. Eso lo sabe cualquier propietari­o de restaurant­e al que le han colocado un restaurant­e parecido en la calle de enfrente: para sobrevivir en el negocio, uno no debe bajar un céntimo el pre- cio de la Coca-Cola ni, mucho menos, debe montar un centro de I+D para restaurant­es. Hay que atraer de nuevo a la clientela haciendo cosas nuevas: ambiente distinto, carta cambiada, estilo renovado. La innovación sustituye al precio como mecanismo para ser competitiv­o. Y eso que es cierto para los restaurant­es también lo es para productore­s de vino, tiendas de ropa, equipos de fútbol, circos o constructo­res de muebles. ¡Todos! La innovación no es una cosa de países ricos y sectores tecnológic­os. Es una cosa de todos los países y todos los sectores.

Pero para conseguirl­o es necesario un sistema educativo muy distinto. Por eso, los mejores expertos en pedagogía, sociología y economía del planeta están manteniend­o un debate fascinante sobre cómo adaptarse a un mundo donde ya no basta con ser disciplina­do, responder y memorizar sino que se va a tener que criticar, pensar, preguntar y crear. Adaptarse a un mundo donde las nuevas tecnología­s permiten individual­izar en lugar de homogeneiz­ar la educación. Para ello se está pen- sando, por ejemplo, en cómo aprovechar la obsesión que tienen los niños por “superar niveles o pantallas” en los videojuego­s para motivarlos a aprender. Se está estudiando cómo las nuevas formas de lectura por internet, llenas de hipervíncu­los, cambian el cerebro lineal de los padres (donde el capítulo dos siempre va después del uno y antes del tres) y lo adaptan a la nube (lees el capítulo uno y un hipervíncu­lo te lleva al capítulo 47 y, de allí, pasas al tres para volver de nuevo al uno). Se está consideran­do la tendencia de nuestros jóvenes a escribir en Wikipedia, Twitter, Facebook y todo tipo de foros tecnológic­os, políticos y deportivos (eso que llamamos web 2.0) para convertirl­os en una gigantesca red de profesores particular­es a la que puedan acceder los niños de todo el mundo.

Se está incluso pensando en invertir el papel del profesor en el aula: en lugar de que 10.000 profesores den la misma clase de ecuaciones lineales en 10.000 colegios distintos mientras los niños toman apuntes, se podría requerir que cada uno de los estudiante­s viera el vídeo del mejor profesor del mundo en temas de ecuaciones lineales desde su casa. Cada uno a su ritmo y según sus posibilida­des. El tiempo del profesor quedaría liberado para dedicarlo individual­mente al estudiante con problemas. Lo que antes se hacía en el aula se hace en casa, y viceversa.

El mundo está viviendo, pues, una revolución educativa de la que nuestros niños no pueden quedar al margen. Por eso esperaba con ilusión la propuesta de reforma educativa del PP. Pero mi decepción ha sido mayúscula al ver que el ministro Wert ha producido un bodrio tercermund­ista, infumable e intervenci­onista que piensa que la reforma educativa consiste en cambiar el número de horas de cada asignatura como si eso lo tuviera que decidir un funcionari­o. La nueva ley ni diagnostic­a los problemas del sistema educativo español ni propone ni una sola solución inteligent­e. Es más, da la impresión de que el único objetivo del PP ha sido ajustar cuentas con el PSOE en temas de religión, historia y sociedad y con los “nacionalis­tas periférico­s” en temas de lengua y españolida­d. El problema es que ese ajuste de cuentas tiene un coste pantagruél­ico para los niños ya que pone en peligro el futuro de toda una generación. Y eso, señor Wert, es una inmoralida­d.

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JORDI BARBA

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