Mateo, el tercer nombre
Para cualquier otro líder mundial, el lema de Francisco –“Lo miró con misericordia y lo eligió”– sería humillante
Son tantas las maravillas artísticas de Roma que es fácil olvidarse del Caravaggio, al que podemos contemplar gratuitamente en diversas iglesias de la ciudad. En Santa Maria del Popolo, junto a la plaza del mismo nombre, una de las más bellas del mundo, están dos de sus grandes lienzos: la conversión del San Pablo (la pezuña del caballo casi machacando al joven Saulo), y la crucifixión de San Pedro: un anciano de piel arrugada y ojos perdidos clavado en una cruz que levantan tres rústicos operarios, uno de los cuales, agachado, muestra, en primer plano, las suelas de sus pies, sucias y coriáceas.
Como se sabe, Caravaggio fue un artista de vida bronca y tempestuosa. La iglesia de su tiempo, traumatizada por la ruptura protestante, intentaba, después de Trento, restaurar el rigor, abandonando siglos de corrupción y mundanidad. Caravaggio sintonizaba con esta corriente, no por el rigor personal (pues fue un tipo volcánico y excesivo que acabó su vida ocultándose por un homicidio), pero sí por la verdad que sus lienzos expresan. Rompiendo con el decorativismo manierista, investigó las posibilidades del claroscuro y eliminó todo rastro de idealismo en la representación de las imágenes religiosas. En la iglesia de S. Agostino podemos admirar la deliciosa Virgen de los peregrinos: una joven de belleza carnosa inclina la cabeza mientras una pareja de ancianos, arrodillados, muestran de nuevo las sucias plantas de sus pies.
A medio camino entre Piazza Navona y el Panteón, encontramos la iglesia de S. Luigi dei Francesi, donde pueden visitarse tres pinturas dedicadas a San Mateo, que sin duda el flamante papa Francisco conoce. En uno de ellos se narra el martirio del santo: un anciano acosado en el suelo por una turba. En otro, el anciano Mateo redacta el evangelio en posición extraña, levantando la cabeza para recibir la inspiración de un ángel.
Diversos evangelistas coinciden en describir la tercera escena que pinta Caravaggio: Jesús, vestido con ropas pobres y representado por un joven de pelo oscuro con un barba lampiña, de las que no acaban de crecer, señala con un dedo imperativo a un hombre vestido como un pijo de finales del siglo XVI: sombrero y jubón de terciopelo, mangas coloristas y abultadas. Mateo, rodeado de otros compañeros, ricamente vestidos, estaba contando el dinero. Su rostro, mientras contempla a Jesús, expresa a la vez sorpresa y atención: “¿Es a mí?”. Antes de hacerse seguidor de Jesús, Mateo era un publicano, un recaudador de impuestos y, por consiguiente, muy despreciado: por su labor y por estar al servicio del imperio.
Mientras Caravaggio pone el énfasis en la estupefacción del publicano Mateo ante la llamada de Jesús, Bergoglio pone énfasis en la mirada de Jesús, que le parece especialmente com- prensiva, misericordiosa. Esto explica que el lema del nuevo papa siga siendo el que ya escogió cuando fue nombrado obispo. “Miserando atque eligendo”, es decir: “Lo miró con misericordia y lo eligió”. Estos días hemos sabido que la frase procede de una homilía de Beda, un benedictino inglés del siglo VIII, que glosa la escena en que Mateo, indigno y aborrecido por sus compatriotas, es sin embargo escogido por Jesús. Al parecer, durante la fiesta de San Mateo de 1953, Bergoglio también experimentó la llamada de Dios. Salía con un chica y llevaba una vida normal; pero, captando la misericordia de Dios, sintió que era llamado a una vida radical: “Déjalo todo y sígueme”.
El nombre escogido, los gestos de sobriedad, su deseo de una iglesia pobre y para los pobres, su apelación de ayer a favor de la preservación de la naturaleza y la dignidad humana, podrían parecer palabras y gestos retóricos. Pero el lema escogido por Francisco no puede ser retórico en este mundo de hoy que idolatra a los fuertes. Para cualquier otro líder mundial, este sería un lema humillante. Lo que da la medida no sólo de la sencillez de Bergoglio, también de su voluntad de gobernar colegiadamente. Aunque los lemas son síntesis programáticas, el de Francisco es muy personal: indica cuál es la consciencia que tiene de sí mismo. No la de un líder sobrado sino la de un hombre corriente (vulgar, pues que se identifica con el publicano Mateo), que halla su fuerza no en los músculos o en la inteligencia, sino en la misericordia de Jesús. Está claro que su elogio de la ternura no es impostado: lo experimenta en carne propia.