La foto de San Fermín
Todo se reduce a una foto. Una foto clavada en la retina que, cual efecto Pavlov, relaciona a San Fermín con la alegría, el chupinazo, los encierros donde babean los extranjeros, la fiesta, en definitiva. San Fermín es capaz de conciliar orgullo, emoción, tradición, riesgo… Cualquier rincón de la memoria nos retrotrae a una placentera idea de diversión indolente, corbata y tacones fuera, y pañuelo rojo al cuello, como si ver correr a los toros persiguiendo a jóvenes aguerridos fuera una forma de liberar las ansias diarias. Le reconozco su magnetismo, su fuerza primaria capaz de rescatarnos del aburrimiento cotidiano.
Sin embargo, ¿y si fuera otra, la foto? ¿Y si la foto no fuera ese encierro eterno donde jóvenes de blanco impoluto corren delante de bellos animales, en una lucha épica entre la bravura del toro y la valentía del corredor? ¿Y si, lejos de la diversión de lo que Miquel Calçada llamaba las “personas humanas”, reflejara el dolor extremo de las “personas animales”? ¿Y si la foto fuera como la que acabo de ver, enviada directamente desde el último
En lugar del rojo del pañuelo, la retina nos retorna a la sangre de los cuerpos torturados
encierro? Permitan la descripción: una grúa alzando por los cuernos un bello toro muerto, con las señales brutales del toreo en el cuerpo, la lengua fuera y los ojos del dolor, a punto de ser arrojado a un contenedor donde otros tres cuerpos inertes le aguardan para compartir destino. ¿Y si en lugar del rojo del pañuelo, la retina nos retornara al rojo de la sangre que cubre los cuerpos torturados de esos pobres animales? ¡Qué poco glamur respira esa foto hiriente, en la glamurosa fiesta sanfermina! ¡Qué poca piedad, qué poca alegría! Esa foto que me fuerzo a contemplar, a pesar del dolor que me produce, del asco profundo que siento, de la honda incapacidad de entenderlo, esa foto es el grito que no oímos, porque ante la tortura de los animales, hemos decidido estar sordos.
No. Los Sanfermines no son bellos, ni glamurosos. Como tampoco lo son los correbous, ni el bárbaro Toro de la Vega, ni por supuesto las corridas, ni ninguna fiesta que base la diversión de unos seres vivos en la tortura y muerte de otros seres vivos. El aplauso ante la muerte nos retorna a la cueva, a la condición primitiva, al salvajismo. Y cuando ese retorno se disfraza de fiesta moderna y se maquilla con los parámetros de la sociedad civilizada, nuestra maldad se multiplica por mil. Porque puedo entender que, en otras épocas, cuando aún no habíamos desarrollado la piedad (a pesar de que san Francisco lo hizo muchos siglos antes), esas fiestas tuvieran alguna lógica. Pero ¿cómo podemos justificar la diversión de la muerte, ahora que ya sabemos cómo sufren, qué derechos tienen, hasta qué punto el ser más cruel es el ser humano? Ahora ya lo sabemos todo. Y por mucho que escondamos la foto de la vergüenza, la conciencia la tiene gravada. La cuestión es decidir mirar al interior de la conciencia.