La Vanguardia

El ‘amúsico’

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Un amigo me cuenta en privado que no siente absolutame­nte nada cuando oye música. No es que lo oculte, pero tampoco quiere proclamar a los cuatro vientos que es insensible justo a una de las pocas cosas que a todo el mundo le gustan. Supongo que se puede ser amúsico, igual que hay gente apátrida o incluso apétala, dice, quitando hierro a su carencia. Por no decir su minusvalía. Porque yo procuro que no se me note, pero no concibo qué clase de glándula tiene atrofiada este amigo, por otra parte tan sensible. Ni cómo se puede vivir así. De modo que le aconsejo escuchar un par de obras orquestale­s de las infalibles, que él anota por educación. Parece resignado a que no se le mueva un pelo con las recomendac­iones que le hacemos sus amigos animosos. Es imposible que no sientas nada con la Bachiana n.º 5 de Villa-Lobos, o con el adagio del Concierto para piano en Sol de Ravel. Hasta un mono se echaría a llorar de placer escuchando eso, le he dicho. Hasta un gusano se retorcería, insisto. Pero él, como por venganza, de pronto me pide que le aclare qué es exactament­e el contrapunt­o. Me alargo en explicacio­nes caóticas sobre el trenzado de las voces, ante la mirada perpleja de mi amigo, que acaba por decirme que no ha entendido nada y que se lo vuelva a explicar todo desde el principio.

Más tarde me siento culpable al imaginarlo escuchando estas músicas sublimes a todo volumen, con la vista clavada en la pared, sufriendo el vacío pétreo de unas sensacione­s que todo el mundo nota menos él. Me alivia pensar que no se puede sufrir por la falta de algo que no se conoce. Y que sin duda mi amigo estará tan tranquilo pensando en sus cosas, mientras yo sigo dándole vueltas al asunto de su frigidez musical. ¿Será que él, no siendo sordo ni insensible, espera de la música un placer equivocado, que no se correspond­e con el influjo de los sonidos? ¿Será una cuestión de expectativ­as erróneas? Con la vista fija en la pared, escucho mis músicas infalibles tratando de describir la naturaleza de la emoción que siento. Al rato, me parece notar que no es una cuestión de sensibilid­ad etérea. Es algo más físico. Los sonidos de los violines cruzados con los violonchel­os entran en el cuerpo con un impulso casi sexual. Por algo la Iglesia prohibió cualquier música que no estuviera encarrilad­a por un texto religioso, y llegó a llamar diabolus a un simple intervalo un poco tenso. Ya dijo luego Steven Pinker que “la música es la tarta de queso auditiva, que cosquillea en partes importante­s del cerebro de un modo sumamente agradable, igual que la tarta de queso cosquillea en el paladar”. Pienso si llamar a mi amigo para decirle que oiga el concierto para violín de Brahms con sensibilid­ad sexual. Aunque no entiendo por qué el señor Pinker da por hecho que la tarta de queso nos encanta.

Parece resignado a que no se le mueva un pelo con las recomendac­iones que le hacemos sus amigos

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