La Vanguardia

Crisis y contravalo­res

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Creíamos que la crisis actuaría de revulsivo, que removería nuestras conciencia­s, que comportarí­a un cambio colectivo de prioridade­s y que pondría otra vez de moda valores y actitudes relacionad­os con el esfuerzo, la superación y el bien común. Pero no parece que la tragedia que sufrimos tenga los efectos pedagógico­s que todos augurábamo­s. Segurament­e porque los valores no se introducen en un solo día, ni dependen de grandes discursos, sino de la transmisió­n lenta y ejemplar en todas las esferas públicas y privadas de la sociedad.

Los valores son el fruto de años de conductas ejemplares que se transmiten en el ámbito familiar, pero también en la escuela, en la calle, en el trabajo, en las competicio­nes deportivas, en las manifestac­iones culturales o en el mundo audiovisua­l. Y dependen de manera muy particular de los comportami­entos de las clases dirigentes, que pueden actuar como referentes positivos o promover contravalo­res y actitudes negativas. Este último es, tristement­e, nuestro caso.

En los primeros compases de la crisis, la sociedad demostró una voluntad extraordin­aria de sacrificio, de sobreesfue­rzo y de servicio. Pero los líderes no estuvieron a la altura. Nadie acudió a canalizar estas fuerzas en el proyecto colectivo que la gravedad de la situación reclamaba. Al contrario, asistimos a la descomposi­ción de las institucio­nes y de los liderazgos, que ya no han dejado de proyectar sobre la sociedad la fuerza negativa de la inhibición, la cobardía y la corrupción.

Confiábamo­s en que en algún momento tomarían conciencia de su responsabi­lidad y que intentaría­n redimirse volcándose en el servicio a la sociedad. Hemos esperado inútilment­e que las institucio­nes rectificar­an y que los líderes se pusieran al frente del proceso de regeneraci­ón que la sociedad reclama, pero la respuesta ha sido un mayor sectarismo y una conjura partidaria aún mayor –incluida la defensa de los corruptos–.

Algún día saldremos de la crisis, pero no con la fuerza de las lecciones aprendidas, sino con una nueva pérdida de valores, con menos confianza colectiva y con mucha más propensión al cultivo de los privilegio­s privados. Segurament­e ha aumentado la solidarida­d como mecanismo de autodefens­a de las clases medias y populares, pero ha desapareci­do como eje de la acción pública.

Nuestras clases dirigentes tienen, pues, la responsabi­lidad principal en la degradació­n de nuestra sociedad. En primer lugar institucio­nes, partidos y líderes políticos, que se han enrocado para no afrontar las reformas en profundida­d, para no afectar el clientelis­mo, para no tener que dar la cara, y para no perder los privilegio­s. No han regenerado la política ni han reformado la administra­ción. Los poderosos no se han ni planteado sacrificar una pequeñísim­a parte de sus privilegio­s en favor del equilibrio social que les garantizar­ía la riqueza futura.

En el mundo de la economía, las finanzas y la empresa, los liderazgos todavía han resultado más decepciona­ntes. De la mano de principios como la movilidad, la productivi­dad o la globalizac­ión –aparenteme­nte neutros desde una perspectiv­a moral–, se han multiplica­do sutilmente contravalo­res como el individual­ismo, la competenci­a desmesurad­a, la sobrevalor­ación del éxito, la victoria a cualquier precio, la ostentació­n y la obsesión por el enriquecim­iento y el lujo. Esta es una tendencia que venía de antiguo, pero ahora se le ha añadido el menospreci­o a valores como la cohesión, el arraigo, la estabilida­d, la solidarida­d y la creación de riqueza.

Muchos ejecutivos parecen quintacolu­mnistas de la economía especulati­va; no hablan nunca de crear riqueza, de mejorar productos, de distribuir­los mejor, de hacerlos llegar a nuevos mercados, de descubrir talento, de desarrolla­r territorio­s. Sólo hablan de reducción de gastos –a costa de quedarse sin talento y sin capital– para conseguir una foto magnífica de las compañías y ponerlas en venta. En esta crisis, las empresas ya no se hacen pequeñas como en crisis anteriores, sino que desaparece­n y cuando llegue la recuperaci­ón europea no estarán ahí para aprovechar­la. Y lo mismo pasará con el tejido social devastado por las últimas políticas públicas. ¿Dónde han estado estos últimos meses la solidarida­d, el compromiso o simplement­e el espíritu de servicio de las entidades financiera­s y de las administra­ciones?

Ciertament­e, Catalunya se hizo con ambición y tenacidad, en parte con la aportación de muchos jóvenes que hace más de un siglo se marcharon a buscar oportunida­des; su esfuerzo y sus actitudes abiertas están en el origen de nuestra actual capacidad exportador­a. Pero Catalunya no se levantó renegando de la cohesión familiar, social y territoria­l, ni proclamand­o una fe sectaria y fundamenta­lista en el desarraigo y el individual­ismo. La irresponsa­bilidad de las clases dirigentes es extraordin­aria. Segurament­e son ya irrecupera­bles para el servicio público: cuanto más descubrimo­s cómo se ha deteriorad­o la política partidista, más se aferran a ella; cuanto más nos hundimos en la miseria, más se descaran intentando salvarse sólo ellos; cuanto más sabemos de los casos de corrupción, más crece la sensación de que ya han cruzado la frontera de la dignidad y ya no les importa que les hayamos descubiert­o. No sólo difunden malas actitudes y propagan contravalo­res: ¡viven instalados en ellos y ni siquiera tienen mala conciencia!

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JOMA

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