La Vanguardia

Un daiquiri de fresa

Una terraza romántica (ideal para seductores con prisas)

- JOAQUÍN LUNA

Que los años pasan y los tiempos cambian uno lo nota cuando la joven Jovina te pregunta si el daiquiri lo quieres de fresa o de…. ¿Qué habría hecho Ernest Hemingway? ¿Llamar al director del hotel y calzarse unos guantes de boxeo? ¿Pegarse un tiro? ¿Correr hasta la plaza del Castillo de Pamplona? ¡Un daiquiri de fresa! La joven Jovina es un encanto y esta es una terraza romántica –bueno, luego entraremos en variedades del romanticis­mo– con unas vistas deslumbran­tes de Barcelona que disipan el ánimo bronco y reconforta­n porque a bote pronto destacan iconos de grandes compañías de seguros como la cúpula de la Unión y el Fénix –tan madrileña– o La Equitativa, símbolos de aquellos tiempos donde la vida parecía previsible.

Esta es una terraza, por horario y vocación, recogida y discreta cuyo poder está en las vistas. Muy afterwork, ese tiempo muerto entre el trabajo y la cena que tanto gusta a los treintañer­os si es que se saltan el gimnasio. El afterwork es una versión light y tasada de la noche, desprovist­o de encantos como lo imprevisib­le y lo canallesco. Pedir un daiquiri de fresa a las ocho de la noche, con Barcelona a tus pies, es saludable y aún sofisticad­o pero convengamo­s que carece de épica (y determina la clientela). Como lo determina la hilera de sofás gemelos de mimbre alineados junto a la piscina bonsái –sesenta centímetro­s de profundida­d– que preservan la intimidad de las parejas. La segunda fila ya correspond­e a sofás con- vencionale­s que pueden reunir a grupos, como uno de mujeres felices sin niños y, sin maridos, hasta el punto de que bromean que carguen la cuenta a la habitación. Ni un atisbo de maldad.

Este sería, sin temor a pasos en falso, un gran lugar para los juegos de seducción. Los hombres solemos calcular estas cosas en las primeras citas. El ins-

Sin temor a pasos en falso y con vistas primorosas, esta azotea propicia juegos de seducción

tinto nos hace a veces agradables y estupendos, o sea románticos como quien no quiere la cosa, aunque siempre muy determinad­os. Si encima uno es de los que tiene prisa, esta terraza le concede asistencia­s: del cóctel under the moon se puede pasar a una cena ligerita –no podía ser de otra forma: Nikkei, mitad japonesa, mitad peruana– y con un horario estricto: a las once de la noche en la calle, encantados de habernos conocido y demasiado pronto para despedirse. Hay hombres así, con prisas y obligacion­es, que prefieren quemar las naves pronto y si les sale mal al menos duermen sus horas. Yo no he sido.

La terraza, miércoles por la noche, está casi llena. Dos matrimonio­s indonesios llegan, admiran y se hacen fotos (ellos de ellas). –¿Está usted solo? –Sí, espero que sean las diez para una cena con amigos.

–¿Cenan a las diez? No es sano...

Debe de ser el sello Mandarin, tan legendario en Asia y especialme­nte en Hong Kong porque entre el té del Península y el del Mandarin, no había color: aquel era para los turistas. Y circulaba siempre la leyenda urbana del huésped al que le habían extraviado el equipaje y un mayordomo se presentaba al cabo de unos minutos en la habitación con una camisa de la talla adecuada, una muda y un pijama gentileza de la casa. Estas cosas eran verosímile­s en Asia...

La joven Jovina atiende con presteza y simpatía. Y el cliente se alegra de haberse fugado de tantas terrazas mediocres a pie de calle, con turistas sudorosos, tapas congeladas y un ojo clavado en las pertenenci­as. Tienen las terrazas de hoteles en Barcelona un espíritu de fuga muy saludable y privilegia­do (la mala noticia es que a veces, como aquí, para ir al lavabo haya que bajar al vestíbulo). En Asia (también) se muere bajo las estrellas, que escribió Gironella, un autor sospechosa­mente olvidado.

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MAITE CRUZ Terraza del hotel Mandarin, en el paseo de Gràcia
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