Reforma eléctrica imperfecta pero real
LA reforma energética que ayer aprobó el Gobierno trató de seguir el modelo salomónico (en este caso a tres: empresas, usuarios, contribuyentes) como solución última para abordar una deuda desquiciada (26.000 millones de euros) y atajar un déficit anual de 4.000 millones. Sin embargo, todos los interesados salieron disgustados, como ocurre en las discusiones que versan sobre deudas. Todo el mundo se muestra contrario al resultado, cada uno se ve perjudicado por el dictamen y, en general, todos tienen razón. La cuestión es que, en último término, hay que atajar el déficit y frenar la deuda.
Y aquí, como reflexión, sobresale la cuestión del arbitrismo que rigió la vida y la economía española en su día y que tuvo después una continuidad indeseada, donde el concepto de gobernabilidad y gestión pública previsible se juzgó arcaico y cualquier ingeniería creativa resultaba plausible.
El agujero negro del sector eléctrico comenzó cuando Rodrigo Rato decidió bajar la tarifa eléctrica para ganar competitividad y las compañías se vieron en la tesitura de vender la energía por debajo del precio de coste, bajo la promesa de que las resarcirían en el futuro con un aumento del recibo de la luz. El problema fue que sobre ese fondo se fueron sumando toda clase de subvenciones, desde el carísimo carbón asturiano hasta los sobrecostes de llevar la energía a Canarias.
Este esquema inicial alcanzó el súmmum cuando Rodríguez Zapatero prometió una rentabilidad del 18% a aquellos grupos inversores dispuestos a convertir España en líder de las renovables, cuya factura empezó a costar carísima al sistema eléctrico, que producía energía a un coste muy poco competitivo en Europa.
El resultado final fue el reconocimiento de un déficit de tarifa (diferencia entre el coste que cuesta producir la energía y lo que se paga) de 26.000 millones de euros, que la economía española debe al sector. La cuestión es cómo acabar con los déficits de 4.000 millones. El stock previo de 26.000 millones está colocado a través de titulaciones de deuda en el mercado.
La solución alcanzada ayer es imperfecta, como no podía ser de otro modo. Las empresas tradicionales se ven claramente perjudicadas porque en actividades como la distribución sufren un menoscabo serio, lo que puede dañar el servicio. El sector de las renovables debe aceptar una rentabilidad del 6,5% sobre las inversiones previstas, cuando se prometió el 18%, cifra que indujo a muchos fondos extranjeros a invertir aquí sobre esta base. España va a sufrir por el incumplimiento de esta promesa en los mercados internacionales. Lo deseable es que los inversores internacionales acepten la escasa fiabilidad de la etapa en que se hicieron.
Quedan también los consumidores como otros de los grandes protagonistas en juego. Va a haber una subida de la factura de la luz del 3,2%, según las previsiones del Gobierno, que no va a complacer a nadie, como es lógico, pero que a la vista de la deuda acumulada del sector debe ser entendida como aceptable.
Y quedan los contribuyentes, que siempre son los que habitualmente sufren en estos desaguisados. Los presupuestos que se están negociando dan escaso margen para aceptar gastos extraordinarios, algo que el titular de la cartera ha defendido. En suma, el Gobierno ha creado un marco, y es mucho, para el sector eléctrico, que si bien no es satisfactorio debe ser comprendido en la precariedad en que se ha creado.