Prudencia ante todo
“No creo que este sea un momento para las grandes exclamaciones más o menos nacionales o patrioteras, porque la más mínima dosis de prudencia aconseja que las cosas se hagan con serenidad y calma, perseverando en la dirección de una mejor comprensión de la situación actual de un sistema que parece que se hunde poco a poco, no ya solamente en el Estado español, sino en todo el mundo occidental”, sostiene Remei Margarit.
No creo que este sea un momento para las grandes exclamaciones más o menos nacionales o patrioteras, porque la más mínima dosis de prudencia aconseja que las cosas se hagan con serenidad y calma, perseverando en la dirección de una mejor comprensión de la situación actual de un sistema que parece que se hunde poco a poco, no ya solamente en el Estado español, sino en todo el mundo occidental. Así pues, es necesario el trabajo de todos juntos, porque se trata de la supervivencia de la democracia y de toda la gente que vive bajos sus reglas, fundamentadas en la Declaración de los Derechos Humanos.
Por eso y por su importancia, no me agradan los estallidos de nacionalismo, vengan de donde vengan, ni del español, ni del catalán, ni del vasco, ni del gallego, porque parten de una misma idea: “Es bueno porque es nuestro”, con lo cual, la inteligencia cede paso al impulso visceral. Me remito a la definición de nacionalismo que hace el filósofo progresista André Comte-Sponville en su Diccionario Filosófico: “Es erigir la nación como un absoluto, al que todo –el derecho, la moral, la política– tendría que someterse. Siempre virtualmente antidemocrático (si la nación es verdaderamente un absoluto, ya no depende del pueblo, sino que es el pueblo que depende de ella), y casi siempre xenófobo (quienes no forman parte de la nación están excluidos del absoluto). Es un patriotismo exagerado y ridículo: erige la política en religión o moral. Por eso es naturalmente pagano y casi inevitablemente inmoral”.
Una cosa es que la gente salga a la calle enfadada por la deriva de los gobiernos hacia una restricción de sus derechos (las revoluciones siempre se han hecho desde abajo hacia arriba, nunca al revés), cosa totalmente legítima y sana, y en contra de un capitalismo salvaje que castiga a los débiles favoreciendo a los fuertes; y otra cosa es querer capitalizar ese descontento hacia una opción nacionalista, es decir, un discurso que casi no difiere del que está haciendo el nacionalismo dominante, porque todos se parecen. La prudencia, siempre necesaria, tal vez lo sea ahora más que nunca.