La Vanguardia

La España de Quevedo (1)

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Muy malas nuevas escriben de todas partes, y muy rematadas; y lo peor es que todos las esperaban así. Esto… ni sé si se va acabando ni si se acabó. Dios lo sabe; que hay muchas cosas que pareciendo que existen y tienen ser, ya no son nada sino un vocablo y una figura”. Así escribía –en una carta de 1645– don Francisco de Quevedo y Villegas, refiriéndo­se a España. Y lo hacía mirando, desde el mismo centro, el declive del imperio español en decadencia, de la que fue testigo tan lúcido como pesimista. Su percepción fue directa –llegó a ser secretario de Felipe IV– y su vocación fue participar en la gestión de la cosa pública desde dentro del sistema. Quevedo –escribe Francisco Rico– “es un hidalgo de escasa fortuna; orgulloso de su abolengo montañés, es consciente de poseer las otras dotes que en un mundo menos revuelto debieran permitirle medrar. La sociedad perfecta para él habría sido la que respetando estrictame­nte el viejo sistema estamental, le hubiera dado mejor opción a triunfar a golpe de inteligenc­ia. Por eso no tiene pelos en la lengua para criticar a los nobles de sus días, tan distantes de las exigencias que él juzga irrenuncia­bles; pero el blanco principal de sus dardos son quienes (…) se elevan a fuerza de dinero”. No fue, por tanto, don Francisco un revolucion­ario, sino un hombre del sistema preocupado por su deriva y convencido de su decadencia, que habló de rectificar las cosas y que murió convencido del ocaso de su patria, cuando aún no se ponía el sol en sus dominios y estaba reciente el triunfo de Lepanto: “Miré los muros de la patria mía / si un tiempo fuertes ya desmoronad­os / de la carrera de la edad cansados / por quien caduca ya su valentía”.

Han pasado casi cuatro siglos desde entonces, lo que, además de sugerir que España goza de una mala salud de hierro, invi- ta a preguntarn­os como comenzó este lamento sostenido que, con escasos intervalos, constituye el acompañami­ento de fondo de toda la historia de España. Se ha apuntado con razón que ya Cervantes pare- ció entrever, con suave amargura, algo triste y dificultos­o en la vida española, un como malestar en la vida privada: acaso “aún hay sol en las bardas”, pero ya la calle va quedando en sombra… Pero fue Quevedo el primero que dio cuerpo a esta inquietud “con vehemente y desaforada pasión política y también con hondo dolor de España”. En los años que van de la muerte de Cervantes a la plenitud de Quevedo no pasa nada grave: se mantiene el imperio en toda su integridad. Nada ha sucedido en apariencia y casi todos se sienten seguros, pero algo se va vaciando por dentro: la vanagloria sustituye a la responsabi­lidad, la autocompla­cencia a la visión de futuro, la pasividad al esfuerzo, el orgullo a la ambición y la laxitud al trabajo. Todo se mide ya en un dinero fácil que viene de América en forma de oro y que se gasta sin medida y tino, unas veces en proyectos discutible­s y las más en gastos simplement­e suntuarios. En resumen, la transforma­ción que tiene lugar por aquellos días en España es la baja tensión espiritual que comienza en su cabeza –su clase dirigente, que ya está “asentada” entonces sobre el incipiente Estado– y se extiende con rapidez a todo el cuerpo social. El mal es el dejar de estar en forma antes de que se derrumbe su poder material.

Mientras tanto, Quevedo va y viene por Europa y por la Corte. Capta lo que está pasando y que aún casi nadie percibe, aunque Velázquez lo expresa –¿sabiéndolo?– en algunos de sus lienzos. Ve como el duque de Osuna conserva cierta tensión: quiere resolver los problemas y asegurar el futuro, haciendo seguir su camino a la encallada nave española, disponiénd­ose a afrontar riesgos más que a retroceder. Pero, sobre todo, Quevedo lucha, intriga y combate a Olivares, y advierte al Rey, pues cada vez que vuelve a Madrid, su ímpetu se estrella contra el entramado burocrátic­o de una corte

Quevedo denuncia la ausencia de un proyecto nacional, víctima de la ambición personal de los privados

pusilánime, incapaz de la menor audacia. No le arredra sufrir persecució­n por señalar el que ya es evidente e irreversib­le declinar del imperio, que se manifiesta sin paliativos en la derrota de Rocroy, dos años antes de su muerte. Y, así, Quevedo denuncia la ausencia de un proyecto nacional, víctima de la ambición personal de los privados; la ausencia de ideas innovadora­s en aras de una vida sin complicaci­ones; el hecho reprobable de que sólo hagan efecto los donativos a la corona y a sus ministros; y el que sólo se acepte el halago y se rechace la crítica.

Así fue cristaliza­ndo un núcleo de poder encarnado inicialmen­te en la aristocrac­ia con sus tropas auxiliares, que se ha ido renovando desde entonces pero que ha seguido siendo, en algún sentido, siempre el mismo: por su querencia al poder, por su dogmatismo sectario, por su egoísmo sin fisuras, por su empecinami­ento cerril y por su vocación cainita. Denunciarl­o le valió a Quevedo la cárcel primero y el destierro después. Cuando, a la caída de Olivares, fue a morir a la Torre de Juan Abad, ya le había abandonado la esperanza. Pero la vida seguía. La vida siempre sigue.

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