El Constitucional como síntoma
El escándalo creado por la militancia del presidente del Tribunal Constitucional (TC) en un partido político recuerda una escena muy simpática de Casablanca. Todo el que haya visto la película la recordará. Es la escena en la que el capitán Renault, con su mezcla de cinismo y bonhomía, acepta un sobre con su comisión por los ingresos de la ruleta y a continuación dice: “¡He descubierto que aquí se juega! ¡Queda cerrado el local!”.
Militar en un partido y ser miembro del TC es como ser a la vez jugador de un equipo y árbitro del encuentro. Y ocultarlo, como llevar la camiseta de uno de los contendientes debajo de la de árbitro. Pero en el TC hay al menos cinco magistrados que son muy próximos a uno u otro partido. Hay uno que ha sido diputado durante diecisiete años. ¿Puede dudarse de su adscripción política?
Como escribió Jaume Perich, muchos no se confiesan de derechas porque no creen que sea pecado. Tal vez esto es lo que le ocurrió al magistrado Pérez de los Cobos. La Constitución dice claramente que los jueces y magistrados no pueden pertenecer a ningún partido político ni sindicato. También dice que los miembros del TC serán independientes y que tendrán las incompatibilidades propias de los miembros del po- der judicial. Pero nos hemos acostumbrado a que la composición del TC –igual que la del Consejo del Poder Judicial– sea fruto del mercadeo entre los partidos teniendo en cuenta la tendencia política de los candidatos. Sabemos si son conservadores, progresistas o –excepcionalmente– próximos a alguna formación nacionalista. Llegados a este punto, ¿qué diferencia hay entre ser declaradamente conservador y ser militante del partido conservador?
Ahí radica el problema: que hay muy poca. No es que el presidente del TC milite en un partido. Es que ha sido elegido por su afinidad a ese partido y no –o al menos no exclusivamente– por su competencia profesional. Solo así se explica que los miembros del tribunal, sin duda de buena fe y basándose en una lectura un poco miope pero no absurda de la Constitución, piensen que militar en un partido político no supone una merma de su requerida independencia. ¿Cómo les podemos confiar la interpretación de la Constitución si su interpretación de los artículos que les conciernen difiere tanto de la nuestra?
Más allá de como acabe el asunto, si con dimisión, recusación masiva o enroque (que es lo más probable), la militancia política del presidente del TC es una manifestación de uno de los males que aquejan a nuestro sistema político: la invasión por parte de los partidos de ámbitos de la vida pública de los que deberían estar escrupulosamente al margen.
El poder judicial es uno de estos ámbitos, pero no el único, ni mucho menos. De los altos escalones de la administración a las empresas participadas por el Estado, de la televisión pública a los organismos reguladores, son pocos los espacios de la vida pública que escapan hoy a los vaivenes de la lucha partidista. ¿Es lógico que los directores y subdirectores generales de la adminis-
Militar en un partido y ser miembro del TC es como ser a la vez jugador de un equipo y árbitro del encuentro
tración, que tienen básicamente competencias técnicas, dependan del color del partido en el gobierno? ¿No les convierte eso en servidores de los partidos y de sus estrategias políticas más que de los ciudadanos? ¿Es propio de un país serio que cada vez que cambia el gobierno tengan que cambiar el director de la biblioteca nacional o el director general de tráfico? Esta invasión no es algo que debamos reprochar a los parti- dos, sino al propio sistema, que carece de los frenos y contrapesos necesarios. Los partidos tienen por objetivo conquistar el poder para hacer prevalecer sus ideas. No solo es una ambición legítima, sino que sin ella la democracia carecería de contenido. ¿Puede reprochárseles que traten por todos los medios de agrandar el poder que pretenden conquistar o han conquistado? El problema viene de la falta de resistencia del sistema a esta pretensión. Y es un problema grave porque, cuánto mayor es el espacio ocupado por los partidos, menores son a su vez los contrapesos y más difícil es crearlos, ya que son los propios partidos, en el Congreso, los que tienen que hacerlo.
Para funcionar bien, una democracia necesita partidos fuertes y bien organizados, sin duda. Pero también necesita una administración, una justicia y una prensa y televisión independientes, dirigidos por profesionales que no sean meras piezas en el tablero político. Los necesita para asegurar la continuidad y la estabilidad del sistema, para garantizar que los intereses de los ciudadanos queden en todo momento por encima de los intereses de los partidos y para que la política no sea –como escribió Ambrose Bierce– la conducción de los asuntos públicos para beneficio privado. Los necesita, en definitiva, para evitar caer en la doble moral del bar de Casablanca.