La Vanguardia

Un taurino genial

ANTONIO CORBACHO (1951-2013) Apoderado

- PACO MARCH

En Madrid, donde nació, ha muerto (a la espera de un trasplante de hígado que nunca llegó) Antonio Corbacho, filósofo de la vida, taurino genial.

Si, en la particular jerga de la tauromaqui­a, el término taurino admite una acepción positiva (aquellos que como profesiona­les en sus diferentes facetas lo son desde la integridad) y otra no tanto (esos mismos que sólo buscan el provecho personal rápido), Corbacho era de los primeros.

Habiendo probado suerte, des- de 1975, como novillero durante una década, llegando a torear en la plaza madrileña de Vistalegre y en La Maestranza sevillana aunque sumando pocos contratos, no dudó en pasarse a las filas de los toreros de plata, actuando a las órdenes de diestros como Roberto Domínguez o David Luguillano, su huella para la historia del toreo se encuentra en la faceta de apoderado y, más aún, en la de descubrido­r y/o hacedor de toreros. Entre ellos, el más grande de las últimas décadas, José Tomás.

Cuando, en sus inicios, el torero de Galapagar se trasladó a México, la tutela, los consejos, la exigencia de Corbacho resultaron claves. Fueron años (compartido­s con el también apoderado Martín Arranz), hasta una ruptura inexplicad­a por ambas partes en el 2002 (en que Tomás se apartó de los ruedos) en los que se forjó, muchas veces desde parámetros inusuales en el cerrado universo taurino, un torero de leyenda. En Francia, claro, lo supieron ver y lo enseñaron en televisión, en el documental Samourai.

Corbacho se movía por los callejones de las plazas de toros con gesto enfurruñad­o, pelo largo y cano (a veces, recogido en coleta), las gafas colgando, y decía más con la mirada o los gestos co- medidos pero enérgicos que cualquiera de los habituales bocazas. Cuando acabó su relación con José Tomás, otros diestros como Víctor Puerto, Sergio Aguilar, Esaú Fernández y muy recienteme­nte el prometedor y valentísim­o (como le gustaban a Corbacho) novillero colombiano Sebastián Ritter (del que se desligó hace escasas semanas, ya en la última fase de su enfermedad) lo tuvieron a su lado, siempre con la palabra justa, el análisis preciso. Pero fue sin duda Alejandro Talavante, con quien estuvo en sus primeros años –coincident­es con el stand by de José Tomás del 2002 al 2007– en quien más influencia tuvo.

Siempre recordaré la tarde de un Sant Jordi del 2001, dos días después de que José Tomás (con Corbacho como apoderado) abriese por enésima vez la puerta grande de la Monumental. Jugaban Barça y Madrid (0-2) una semifinal de la Champions y, al encontrarm­e con Corbacho en la vorágine de libros, rosas y gentío de la rambla Catalunya, me dijo: “Este tío (JT) está loco. Se ha querido quedar al partido y, como es del Atleti, se va al Camp Nou con la cara pintada de azulgrana”. Y no sabía si reír o cabrearse. Acabamos ante una cerveza, hablando de toros.

Así era el Antonio Corbacho que conocí , adusto y socarrón, y con una visión del toreo y la vida sólo al alcance de los tipos geniales. Y necesarios.

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