El concordato de Franco
El régimen rompió su aislamiento internacional al firmar hace ahora 60 años el tratado con la Santa Sede
El espíritu de la letra asoma ya en la primera frase: “En el nombre de la Santísima Trinidad”. Así comienza el concordato firmado entre la Santa Sede y la España franquista en 1953, del que se cumplen 60 años el próximo martes 27. Era un agosto caluroso, y la dictadura del general Francisco Franco boqueaba en busca de oxígeno exterior que sacara al régimen del aislamiento internacional. El concordato le proporcionó un respiro, redondeado ese mismo año con el ingreso en la Unesco, y con la firma de un acuerdo económico y de defensa con Estados Unidos. La guerra fría le haría más favores.
“El interés político de Franco era romper el aislamiento internacional del régimen en el que le tenían los ganadores de la Segunda Guerra Mundial –explica el sacerdote Santiago Bueno, catedrático de Derecho Eclesiástico del Estado de la Universitat de Barcelona–. El concordato era muy necesario para Franco, la Santa Sede lo sabía y negoció muy bien, de modo que obtuvo considerables derechos y privilegios; la única gran concesión que hizo fue dejar a Franco el derecho de presentación de obispos. En realidad, el tratado intenta recuperar la situación del concordato de 1851, es decir, el vigente hasta la Segunda República”. Aunque la España republicana conservó relaciones diplomáticas con la Santa Sede, derogó unilateralmente ese concordato firmado durante el reinado de Isabel II.
El papa Pío XII se mostraba reluctante a firmar tratados con la España franquista; la Santa Sede había celebrado concordatos con la Alemania nazi (1933) y con la Italia fascista (1929), y no quería repetir el error. Pero sí aceptó pronto un acuerdo con España en 1941 sobre nombramiento de obispos (urgía: había muchas diócesis vacantes debido a los asesinatos por la persecución religiosa durante la Guerra Civil y a las muertes por causa natural), que firmaron el nuncio, Gaetano Cicognani, y el ministro de Exteriores, el falangista Ramón Serrano Suñer.
Las negociaciones para el concordato de 1953 fueron más laboriosas, ya en manos de un nuevo ministro de Exteriores, Alberto
El texto consolidó el nacionalcatolicismo y el Estado confesional, y la Iglesia católica salió muy beneficiada
Martín Artajo, católico fichado para desfalangizar el Gobierno tras el desenlace de la Segunda Guerra Mundial. Firmaron al fin el concor- dato el 27 de agosto de 1953 en el Vaticano el ministro Martín Artajo y el embajador ante la Santa Sede, Fernando María Castiella, en nombre de Franco; y Domenico Tardini, prosecretario de Estado para Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios, en nombre de Pío XII.
Aparte de la invocación a la Santísima Trinidad, el concordato es una solemne proclamación del nacionalcatolicismo ya en su primer artículo: “La Religión Católica, Apostólica, Romana sigue siendo la única de la Nación española, y gozará de los derechos y de las prerrogativas que le corresponden en conformidad con la Ley Divina y el Derecho Canónico”. Esta afirmación, como aclara el historiador y monje de Montserrat Hilari Raguer, “reproducía literalmente la del concordato de 1851, repetida en el acuerdo de 1941 de nombramiento de obispos, pero era evidente su retintín como refutación de la famosa frase de Azaña: ‘España ha dejado de ser católica’”.
Raguer, autor del libro La pólvora y el incienso. La Iglesia y la Guerra Civil española (1936-1939) (ed. Península, 2008), cita entre los rasgos nacionalcatólicos del concordato: las plegarias por el Jefe de Es-
Pío XII era reluctante a firmar un tratado con la España franquista, y Franco lo necesitaba mucho
tado en las misas (artículo VI); el derecho de presentación de obispos (artículo VII); el privilegio del fuero eclesiástico, es decir, que los sacerdotes no podían ser juzgados sin permiso del obispo (artículo XVI), y el “presupuesto de culto y clero” (artículo XIX).
“Hay que recordar que la Iglesia que firmó ese concordato era preconciliar –tercia el catedrático Santiago Bueno–, y hasta el concilio Vaticano II la Santa Sede y también las potencias europeas razonaban en términos de derechos y privilegios. El concordato de 1953 era anacrónico ya en aquel momento”. De hecho, si bien ilustres canonistas coinciden en que ese concordato es modélico en términos de compenetración entre ordenamiento civil y canónico de un Estado confesional católico –y según esa lógica, es quizá el mejor de la historia concordataria mundial–, ese mismo carácter le condenó a cerrar periodo histórico tras el Vaticano II. En España, la llegada de la democracia lo derogó de facto a través de los acuerdos de 1976 y 1979, que abrieron otra etapa de relaciones del Estado con la Iglesia católica, no exentas de polémica, pero hijas ya de otros tiempos.