La Vanguardia

Angela Merkel en Dachau

- JOAN DESAGARRA

l miércoles (21 de agosto), en la portada de La Vanguardia –y de otros diarios, nacionales y extranjero­s– podía verse una imagen de la canciller alemana Angela Merkel depositand­o una corona de flores en el campo de concentrac­ión de Dachau, en las afueras de Munich. La foto en si no hubiese tenido nada de particular de no ser que se trata de la primera ocasión en que un canciller –una canciller en este caso– visita el campo de Dachau desde 1945 y, encima, en plena campaña electoral. En la sección Internacio­nal, Rafael Poch, nuestro correspons­al en Berlín, se preguntaba: “¿Reconocimi­ento o campaña electoral?”. Y acto seguido nos informaba de que tras la visita al “horrible lugar” –a las cinco de la tarde del martes 20 de agosto–, se produjo un “cambio de chip” y, tres horas después, la canciller se fue a soltar un discurso ante los electores locales “bajo una carpa cervecera”.

En mi opinión, el momento escogido por la canciller para visitar el campo, depositar una corona de flores en el memorial y expresar su “vergüenza y tristeza” ante lo que representa aquel horrible lugar, no es el más indicado. ¿Por qué? Pues precisamen­te por lo que insinúa nuestro correspons­al: porque se presta a confusión. Ahora bien, lo que me parece un disparate, por llamarlo de algún modo, es que tres horas después de visitar el campo, la canciller se fuese a soltar un discurso electoral “bajo una carpa cervecera”.

Todo empezó en Munich. En 1913, un tal Adolf Hitler llega a la capital bávara sin un puto marco en el bolsillo. Unos años más tarde, el tal Adolf Hitler se ha convertido, gracias a su talento oratorio, en el niño bonito del futuro NSDAP, el Partido Nacional socialista de los Trabajador­es alemanes. Fascinado por la marcha de Mussolini sobre Roma (1922), Hitler se muestra empecinado en marchar hacia Berlín con los suyos. Pero, para conseguirl­o, antes tiene que contar con el apoyo de Gustav von Kahr, el jefe del gobierno autoritari­o de Baviera, y de los otros dos hombres de su triunvirat­o. Así que, ni corto ni perezoso, el 8 de noviembre de 1923, Hitler, con sus SA (secciones de asalto), irrumpe en el Bürgerbräu­keller, una cervecería del centro de Munich, en la que von Kahr pronuncia un discurso. Es el famoso “putsch de la cervecería”. Allí, en esa cervecería del centro de Munich, empezó todo. Diez años después, el 30 de ene- ro de 1933, Hitler se hace con el poder, y dos meses más tarde, el 20 de marzo de 1933, abría sus puertas el campo de concentrac­ión de Dachau. ¿Quién fue el capullo que le propuso a la canciller ir a soltar un discurso electoral “bajo una carpa cervecera” después de su polémica visita al campo de Dachau?

Cuenta Rafael Poch en su cró-

Es la primera ocasión en que un canciller visita Dachau desde 1945 y lo hace en campaña electoral

nica que el número de personas que visitan el campo a lo largo del año es de unas 800.000. Y, sin embargo, hasta hoy ningún canciller se había dignado acercarse a él. Ni siquiera el Papa Ratzinger, que además de ser bávaro de nacimiento fue durante cinco años obispo de Munich, el cual, dice Poch, “no se molestó en visitar el lugar, pese a su relevancia para la Iglesia Católica” (más de 2.500 sacerdotes, religiosos y seminarist­as católicos pasaron por sus barracones, de los que la mitad murieron). Dachau fue un campo de concentrac­ión, no de exterminio. Había, sí, una cámara de gas, pero por lo visto no llegó a utilizarse. En Dachau se moría a consecuenc­ia de las torturas, del hambre, del frío y de las enfermedad­es: de los 200.000 recluidos en el campo –en un principio, opositores al régimen nazi, principalm­ente comunistas y socialdemó­cratas alemanes, y, a partir de 1938, judíos, gitanos, curas, homosexual­es, resistente­s franceses y polacos y prisionero­s de guerra soviéticos–, se calcula que murieron unos 30.000. Cuando yo lo visité, a mediados de los

De los 200.000 recluidos en el campo de concentrac­ión se calcula que murieron unos 30.000

sesenta, de los 34 barracones, sólo quedaban dos (al parecer reconstrui­dos), así como la cárcel, el “Bunker”, con sus 137 celdas, en las que se torturaba de lo lindo. Dachau no era un campo de exterminio, pero los hornos crematorio­s funcionaba­n las veinticuat­ro horas del día. En 1960 instalaron una campana que sonaba cada día a las tres en punto de la tarde en recuerdo de las víctimas. En la entrada del campo, la clásica verja de hierro con la tristement­e célebre frase: Arbeit match frei (“El trabajo os hará libres”).

A mediados de los sesenta, a las gentes de Dachau no les hacía ninguna gracia que el nombre de su pequeña población se asociase, se identifica­se con aquel infierno. Hoy, al parecer, las cosas han cambiado. Leo en el Nouvel Obs. que Rudolf Herzog, el hijo del cineasta Werner Herzog, ha publicado un libro, Risa y Resistenci­a. Humor bajo el III Reich, en el que recoge chistes sobre el nazismo pillados en la libreta de una vieja tía suya. Uno de esos chistes, fechado en 1938, era sobre el campo de Dachau. Su autor, o quién lo difundió, era un célebre humorista de aquellos años: Weiss Ferdl. El tipo contaba que había hecho una excursionc­ita hasta Dachau y se había encontrado con… “¡Qué lugar, Dios mío! Alambradas, ametrallad­oras, alambradas, más ametrallad­oras y… ¡de nuevo alambradas! ¡Qué lugar! Aunque yo, si me lo propongo… ¡yo entro!”. Y el público se reía a carcajadas.

Las gentes de Dachau, como la inmensa mayoría de los alemanes, nunca ignoraron lo que ocurría en el campo. Por eso se reían. Pero, a mediados de los sesentas, cuando yo lo visité, el tema de lo que allí ocurrió era tabú. De todos modos, y a pesar del disparate del discurso cervecero, bienvenida sea la visita de la canciller alemana al campo de concentrac­ión de Dachau. Más vale tarde que nunca.

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JOERG KOCH / GETTY La cancillera haciendo entrega de una corona de flores a las puertas del campo de concentrac­ión de Dachau
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