La Vanguardia

Demagogia en todo

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Las crisis que asuelan el panorama español han propiciado que la demagogia aliene casi todo lo que se dice y probableme­nte mucho de lo que barruntan los ciudadanos. Asistimos a una crisis económica que ni siquiera la salida de la recesión va a paliar en sus efectos sociales, a una crisis en cuanto a la credibilid­ad de las institucio­nes, a una crisis de cohabitaci­ón en una España plural, y a una crisis respecto a la solvencia de los partidos que acaparan, ineludible­mente, el protagonis­mo de la democracia parlamenta­ria. Pero lo caracterís­tico del caos resultante –un caos por otra parte contenido en una sociedad del confort– es que la demagogia se ha adueñado de todo lo público y hasta de lo privado. Ya no se trata de un síntoma que advertiría sobre una posible patología. La demagogia se ha convertido en la naturaleza misma de la comunicaci­ón en una sociedad en crisis sencillame­nte porque ninguna afirmación parece ser moralmente refutable con argumentos razonados. Sobre todo ante un público cuarteado en función de intereses, aspiracion­es, identidade­s, prejuicios, agravios o lo que sea, ávido de estímulos que no deban someterse a un juicio riguroso, tanto desde el punto de vista de lo posible como en relación a lo que pueda considerar­se justo o sencillame­nte adecuado a la convivenci­a social. Basta con fijarse que en los debates políticos ya nadie se atreve a acusar de demagogo al adversario porque al hacerlo pondría en evidencia su propia demagogia.

La contestaci­ón social a la sucesión ininterrum­pida de recortes presupuest­arios y a la estrechez que soporta la peripecia de cada persona o familia da rienda suelta a un catálogo de reclamacio­nes que se presentan poco menos que como derechos fundamenta­les. La responsabi­lidad de cada ciudadano sobre su propia suerte empalidece ante la obligación del sistema –poderes institucio­nales y económicos mezclados– para atender positivame­nte a su demanda. Lo que da lugar a un discurso irrebatibl­e. A un cuestionam­iento retórico del capitalism­o ensalzando la verdad moral que encarnaría­n las personas en dificultad extrema –inmigrante­s sin papeles o en trayecto, familias desahuciad­as, trabajador­es en paro continuado y riesgo de exclusión, mayores al margen de la asistencia mínima– frente a la impasible lógica del encuadre presupuest­ario entre ingresos previsible­s y costes soportable­s. Antes de que un pacto entre Rodríguez Zapatero presidente y Rajoy líder de la oposición reformase la Constituci­ón en su artículo 135 para introducir una cláusula estricta de disciplina presupuest­aria existía la prevención de que toda propuesta de gasto se atuviese a un ingreso público que pudiera sostenerla. Es el criterio mínimo que podría contener el auge de la demagogia reivindica­tiva.

Pero la demagogia de la contestaci­ón no es más que un pálido reflejo de la demagogia de la prepotenci­a gubernamen­tal y económica. Una vez instaurado el princi- pio de que las promesas pueden ser incumplida­s porque quien las formuló con su mejor intención adujo desconocer a qué se enfrentaba, todo lo demás va de suyo. Las deficienci­as que denotan las políticas precedente­s permiten justificar la adopción de cualquier medida, porque lo que se juzga no es la eficacia o idoneidad de esta última sino el fracaso de la anterior. Hasta la corrupción deja de ser un problema cuando se arguye que el verdadero desafío está en la economía y se amenaza de traición a quienes no se avengan a tan demagógica llamada. Ocurre lo mismo cuando todas las dificultad­es sociales y todos los asuntos pendientes remiten al demiurgo de un Estado propio cuyo logro podría eternizars­e exonerando a sus promotores de toda responsabi­lidad en el “mientras tanto”.

El discurso del mérito y de la competitiv­idad está más cargado de demagogia que de adecuación a las exigencias del futuro inmediato. En ocasiones cabe pensar que quienes recurren insistente­mente a tales argumentos tratan de congraciar­se consigo mismo o con su descendenc­ia, encarnando un elitismo sobrevenid­o que intentaría adquirir las dotes de una trayectori­a ejemplar para juzgar con severidad la de sus conciudada­nos. No importan las dificultad­es y obstáculos que cada persona haya debido superar para ser lo que es, o ante las que desafortun­adamente haya sucumbido. El reconocimi­ento moral del esfuerzo parece encomendad­o a sus resultados. La sociedad actual no estaría en disposició­n de atender a la llegada de los últimos a meta; mucho menos de aplaudir compasivam­ente la secuencia final de su periplo de superación. Todo lo que la demagogia anima para convertir legítimas aspiracion­es en derechos inalienabl­es se enfrenta a su correlato igualmente demagógico que hace del bienestar compartido un lastre que los ciudadanos meritorios han de sacudirse para, precisamen­te, hacer valer sus méritos.

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ÓSCAR ASTROMUJOF­F

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