Desconcierto solidario
La solidaridad está sobrevalorada. Lo sabemos quienes hemos practicado alguna de sus múltiples fórmulas de expresión. Aquí donde me leen, en los diez últimos años he organizado conciertos solidarios, exposiciones solidarias y subastas solidarias, en casa colaboramos con una oenegé (o más) y he llegado a correr una carrera solidaria (una carrera yo, que jamás he hecho deporte, ¡corriendo!) junto a padres de niños con pluridiscapacidad. Y lo seguiré haciendo, creo. Pero eso no me impide ver que, en ocasiones, la solidaridad responde a pulsiones muy alejadas de la zona noble de la condición humana. Hay gente de buen corazón y punto, pero también los hay que lo hacen para poderlo explicar a todos; es decir, para colgarse medallas muy brillantes en la camisa sucia de las miserias cotidianas. He conocido a gente solitaria que se ha hecho solidaria para que alguien le escuchara, otros por un difuso sentimiento de culpa que se parece sospechosamente al pecado original judeocristiano y también quienes lo hacen porque está de moda. Estos son los peores. No sólo porque lo banalizan, sino porque mañana mismo podrían empezar a escalar fachadas, recolectar transgénicos o señalar gitanos con el dedo índice con el mismo entusiasmo que hoy participan en actos solidarios.
Todos tenemos el impulso de ayudar. La buena gente existe. Igual que todos llevamos una bestia dentro, somos susceptibles de tener un buen corazón. Pero a veces tanto latido junto desafina. Lo experimenté este viernes. A media tarde perdí la voz. Estoy resfriado y la uso mucho, de modo que me quedé completamente afónico, con el agravante de que el sábado, a las seis de la tarde, tenía que presentar la versión catalana del juego de mesa Enigmàrius que acabamos de publicar con Oriol Comas en un acto público que presentaba Mònica Terribas y al que asistieron más de doscientas personas. Desde que afloró mi afonía muchos amigos, conocidos y saludados empezaron a recomendarme solidariamente innumerables remedios infalibles para recuperar la voz de golpe: miel y limón, caramelos de eucalipto, clorato de potasa, agua tibia con aceite, gárgaras de bicarbonato, pastillas, coñac caliente, agua helada, té hirviendo... Cuando el coro solidario ataca en masa lo mejor es callar y huir. Por fortuna conservaba, en un bote de Depakine de los de mi hijo, el gengibre en polvo que el amigo de las mil voces Bruno Oro me recomendó seis años atrás. Un té con una cucharada de gengibre antes del acto y saqué una voz de Leonard Cohen que, bien entrada la noche, fue mutando de timbre hasta acercarse a Lluís Llongueras. Gracias a todos, y sobre todo a ti, Bruno, que no estabas.
Desde que afloró mi afonía mucha gente empezó a recomendarme remedios infalibles para recuperar la voz de golpe