La rareza de la Navidad
Puede parecer ocioso, si no absurdo, aprovechar el día de Navidad para preguntarse por qué esta fiesta mantiene tanta fuerza social y una identidad propia en una sociedad tan capaz de fundirlo todo en un magma caótico. Y digo “fundir”, aunque para seguir las metáforas sociales de moda, quizás la pregunta –dirigida al señor Bauman– tendría que ser: ¿cómo es que todavía no hemos licuado la Navidad? Ciertamente, la pregunta sólo tiene sentido si estamos de acuerdo en que Navidad es quizás la última fiesta auténtica del calendario festivo actual. Pero si se me acepta la premisa de que la Navidad, más allá de cómo cada uno la rellene, mantiene un sentido propio que la hace única, entonces la respuesta permitirá conocer mejor la sociedad en la que vivimos.
De entrada, hagamos una consideración metodológica. Aunque parezca contradictorio, una de las condiciones para poder entender lo que de tan común como es no nos suscita ningún interrogante, es adoptar una mirada extranjera. Es decir, hay que intentar situarse fuera de esta “naturalidad” y ser capaz de sorprenderse de lo que es ordinario e interrogarlo con cara por sorpresa. Así, la pregunta pertinente sobre la Navidad obliga, primero, a saber qué tiene de extraño para, seguidamente, dar cuenta de la excepcionalidad.
Desde mi punto de vista, la rareza de la Navidad es, como he dicho, que se trate de la última fiesta “auténtica”. Es decir, que no se haya convertido en unas meras vacaciones ni en un pretexto para el consumo exacerbado. No digo que para algunos no sea sólo vacaciones, o que otros la aprovechen para consumir a lo loco. Pero ni una cosa ni la otra han conseguido desdibujar su perfil central. Incluso podría decirse que en la versión descristianizada, la Navidad conserva sus significados más profundos y se mantiene como la principal manifestación de religiosidad social contemporánea. Es por eso que hablo de “fiesta auténtica”, en el sentido que lo relevante siguen siendo las significaciones profundas que se celebran y los sentimientos que suscita.
La primera señal de rareza la descubrimos en la propia lógica social de la fiesta: es una celebración que tiene una larga es- pera. En la versión cristiana hablamos del Adviento, que son cuatro semanas de preparación. Pero en la versión laica, prácticamente son dos meses de preámbulos, que van desde las primeras apariciones de turrones a las estanterías de los supermercados, pasando por la planificación de las comidas festivas y hasta los adornos del espacio público. No hay otra fiesta que vaya asociada a este grado de anticipación y planificación. Desde el punto de vista de la lógica festiva, la espera es uno de sus contenidos fundamentales, de la misma manera que la precipitación, la inmediatez o la improvisación son su negación.
El segundo signo de la fortaleza festiva de la Navidad se manifiesta en aquello que Émile Durkheim calificaría como un incremento de la densidad de la vida social. Es decir, se produce una aceleración de los intercambios sociales, más allá de las habituales redes que, por otra parte, también echan humo. Navidad es la fiesta de los extraordinarios encuentros familiares y de amigos. Unos encuentros en los que se pone de manifiesto no sólo las afinidades de los reunidos, sino particularmente las discrepancias más profundas: las futbolísticas, las políticas, los gustos musicales o las preferencias televisivas. No lo digo con ironía, no. La manera de discutir, es decir, las estrategias que utilizamos en estos grandes encuentros con amigos y familia para afirmar las proximidades y corroborar las distancias personales, consisten en no entrar en grandes debates presididos por la profundidad y la racionalidad, sino en situarlos en la superficie, en la banalidad de las preferencias subjetivas, de los gustos o de las adhesiones incondicionales. No hace falta, por lo tanto, que nadie sufra por las divisiones en las comidas festivas, porque forman parte intrínseca de la funcionalidad social de la fiesta y de su capacidad de conectar con la vida de cada día.
En tercer y último lugar, queda la cuestión de la significación festiva que se mantiene por encima de las versiones tradicionales cristianas y de las laicizadas, adaptadas a los nuevos lenguajes. ¿Pero cuál es este poso sustancial que se mantiene vivo? La respuesta exigiría una extensión y profundidad de la que ahora ni dispongo ni quizás sea capaz de resumir. Pero yo lo asociaría con dos dimensiones principales. Por una parte, la conexión con la naturaleza y el principio de la vida. La imagen de la Navidad es el nacimiento, los símbolos son el árbol y la luz y los colores son el rojo y verde –los de la vida animal y la vida vegetal–. Por otra parte, está la solidaridad como principio rector de toda la fiesta. Las mayores manifestaciones de la caridad tradicional o la solidaridad moderna se vinculan a estos días, y las relaciones interpersonales quedan teñidas por el relajamiento de los comportamientos más ególatras dando lugar a los más generosos. Todo el relato navideño, en todas sus versiones –cuentos tradicionales, literatura, cine...–, se ajusta a este modelo de la reconciliación y de la esperanza en un renacimiento.
En definitiva, la Navidad es la última gran fiesta por estos tres elementos excepcionales: una experiencia temporal fundamentada en la espera; una vivencia de intercambio interpersonal más allá de la afinidad y el interés, y una significación transversal que nos vincula simbólicamente con la raíz de la vida, la reconciliación y el renacer. ¡Por eso tiene tanto sentido desearnos una feliz Navidad!