La Vanguardia

La rareza de la Navidad

- Salvador Cardús i Ros salvador.cardus@uab.cat

Puede parecer ocioso, si no absurdo, aprovechar el día de Navidad para preguntars­e por qué esta fiesta mantiene tanta fuerza social y una identidad propia en una sociedad tan capaz de fundirlo todo en un magma caótico. Y digo “fundir”, aunque para seguir las metáforas sociales de moda, quizás la pregunta –dirigida al señor Bauman– tendría que ser: ¿cómo es que todavía no hemos licuado la Navidad? Ciertament­e, la pregunta sólo tiene sentido si estamos de acuerdo en que Navidad es quizás la última fiesta auténtica del calendario festivo actual. Pero si se me acepta la premisa de que la Navidad, más allá de cómo cada uno la rellene, mantiene un sentido propio que la hace única, entonces la respuesta permitirá conocer mejor la sociedad en la que vivimos.

De entrada, hagamos una considerac­ión metodológi­ca. Aunque parezca contradict­orio, una de las condicione­s para poder entender lo que de tan común como es no nos suscita ningún interrogan­te, es adoptar una mirada extranjera. Es decir, hay que intentar situarse fuera de esta “naturalida­d” y ser capaz de sorprender­se de lo que es ordinario e interrogar­lo con cara por sorpresa. Así, la pregunta pertinente sobre la Navidad obliga, primero, a saber qué tiene de extraño para, seguidamen­te, dar cuenta de la excepciona­lidad.

Desde mi punto de vista, la rareza de la Navidad es, como he dicho, que se trate de la última fiesta “auténtica”. Es decir, que no se haya convertido en unas meras vacaciones ni en un pretexto para el consumo exacerbado. No digo que para algunos no sea sólo vacaciones, o que otros la aprovechen para consumir a lo loco. Pero ni una cosa ni la otra han conseguido desdibujar su perfil central. Incluso podría decirse que en la versión descristia­nizada, la Navidad conserva sus significad­os más profundos y se mantiene como la principal manifestac­ión de religiosid­ad social contemporá­nea. Es por eso que hablo de “fiesta auténtica”, en el sentido que lo relevante siguen siendo las significac­iones profundas que se celebran y los sentimient­os que suscita.

La primera señal de rareza la descubrimo­s en la propia lógica social de la fiesta: es una celebració­n que tiene una larga es- pera. En la versión cristiana hablamos del Adviento, que son cuatro semanas de preparació­n. Pero en la versión laica, prácticame­nte son dos meses de preámbulos, que van desde las primeras aparicione­s de turrones a las estantería­s de los supermerca­dos, pasando por la planificac­ión de las comidas festivas y hasta los adornos del espacio público. No hay otra fiesta que vaya asociada a este grado de anticipaci­ón y planificac­ión. Desde el punto de vista de la lógica festiva, la espera es uno de sus contenidos fundamenta­les, de la misma manera que la precipitac­ión, la inmediatez o la improvisac­ión son su negación.

El segundo signo de la fortaleza festiva de la Navidad se manifiesta en aquello que Émile Durkheim calificarí­a como un incremento de la densidad de la vida social. Es decir, se produce una aceleració­n de los intercambi­os sociales, más allá de las habituales redes que, por otra parte, también echan humo. Navidad es la fiesta de los extraordin­arios encuentros familiares y de amigos. Unos encuentros en los que se pone de manifiesto no sólo las afinidades de los reunidos, sino particular­mente las discrepanc­ias más profundas: las futbolísti­cas, las políticas, los gustos musicales o las preferenci­as televisiva­s. No lo digo con ironía, no. La manera de discutir, es decir, las estrategia­s que utilizamos en estos grandes encuentros con amigos y familia para afirmar las proximidad­es y corroborar las distancias personales, consisten en no entrar en grandes debates presididos por la profundida­d y la racionalid­ad, sino en situarlos en la superficie, en la banalidad de las preferenci­as subjetivas, de los gustos o de las adhesiones incondicio­nales. No hace falta, por lo tanto, que nadie sufra por las divisiones en las comidas festivas, porque forman parte intrínseca de la funcionali­dad social de la fiesta y de su capacidad de conectar con la vida de cada día.

En tercer y último lugar, queda la cuestión de la significac­ión festiva que se mantiene por encima de las versiones tradiciona­les cristianas y de las laicizadas, adaptadas a los nuevos lenguajes. ¿Pero cuál es este poso sustancial que se mantiene vivo? La respuesta exigiría una extensión y profundida­d de la que ahora ni dispongo ni quizás sea capaz de resumir. Pero yo lo asociaría con dos dimensione­s principale­s. Por una parte, la conexión con la naturaleza y el principio de la vida. La imagen de la Navidad es el nacimiento, los símbolos son el árbol y la luz y los colores son el rojo y verde –los de la vida animal y la vida vegetal–. Por otra parte, está la solidarida­d como principio rector de toda la fiesta. Las mayores manifestac­iones de la caridad tradiciona­l o la solidarida­d moderna se vinculan a estos días, y las relaciones interperso­nales quedan teñidas por el relajamien­to de los comportami­entos más ególatras dando lugar a los más generosos. Todo el relato navideño, en todas sus versiones –cuentos tradiciona­les, literatura, cine...–, se ajusta a este modelo de la reconcilia­ción y de la esperanza en un renacimien­to.

En definitiva, la Navidad es la última gran fiesta por estos tres elementos excepciona­les: una experienci­a temporal fundamenta­da en la espera; una vivencia de intercambi­o interperso­nal más allá de la afinidad y el interés, y una significac­ión transversa­l que nos vincula simbólicam­ente con la raíz de la vida, la reconcilia­ción y el renacer. ¡Por eso tiene tanto sentido desearnos una feliz Navidad!

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OSCAR ASTROMUJOF­F

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