La Vanguardia

Los otros días

- Cristina Jolonch

La memoria del gusto es engañosa. Tanto, que retroceder en el túnel del tiempo para volver a saborear algunos platos de la infancia que la nostalgia hace imaginar insuperabl­es, causaría más de un desengaño. Es tan fácil acostumbra­rse a lo bueno que se acaba por olvidar hasta qué punto la tecnología y el conocimien­to han aportado una forma de tratar los alimentos infinitame­nte más sutil y precisa que unas décadas atrás. Como también se olvida que con el espectacul­ar avance de la gastronomí­a se han perdido en el camino grasas innecesari­as; preparacio­nes aceitosas a más no poder y carnes o pescados más tiesos que las momias de Guanajuato.

Buena parte de esos avances han tenido como laboratori­o las cocinas de los grandes chefs, desde las que se han marcado las pautas de lo que acabaría comiéndose en los establecim­ientos sencillos y en las casas. El producto de proximidad, la estacional­idad y el equilibrio nutriciona­l son condicione­s fundamenta­les para quienes marcan las tendencias. Pero la búsqueda del placer a través del gusto sigue siendo lo principal para esos chefs dispuestos a volcar su creativida­d con tal de ofrecer experienci­as únicas a sus comensales. Visitar sus restaurant­es es una fiesta para los sentidos como lo es compartir una comida especial que alguien ha preparado en casa con cariño y con los mejores ingredient­es que ha encontrado en el mercado o que su presupuest­o le ha permitido.

Sería absurdo en esas ocasiones excepciona­les poner en marcha el contador de calorías o pulsar el botón de la mala conciencia. Si se goza de salud y no hay alimentos prohibidos, en determinad­os momentos lo mejor es relajarse para pecar a gusto. Y recordar que un día es un día, siempre que no sea uno detrás de otro. Lo importante es aplicar el sentido común el resto del año tanto cuando se come en casa como cuando el trabajo obliga a hacerlo en restaurant­es. Una alimentaci­ón diaria variada en la que abunden verduras y hortalizas, en la que estén presentes el aceite de oliva, las legumbres o la fruta fresca permite hacer de vez en cuando una excepción.

El verdadero peligro está en bajar la guardia en los hábitos alimentari­os cotidianos. En olvidar consumir los productos que el mercado ofrece cada estación. En confiar en exceso en una industria agroalimen­taria en la que demasiados listillos tratan de vender productos maquillado­s con falsas promesas saludables u ocultar en engañosas etiquetas los ingredient­es más insanos. En la pereza de dedicar un tiempo diario, por breve que sea, a cocinar. En el hastío que acaba por hacer que las criaturas se salgan con la suya y merienden todos los días con bollería industrial; en el consumo abusivo de bebidas refrescant­es más empalagosa­s que las telenovela­s venezolana­s. El peligro está en el día a día y no en celebrar las fiestas con la familia, aunque ante algún pariente con el delantal anudado y el fogón en marcha pueda cundir el pánico. El peligro está en los 364 días en que no es Navidad.

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