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La creciente tensión entre una democracia y una autocracia, Japón y China; y el futuro del entorno urbanístico de la Sagrada Família.
SHINZO Abe, primer ministro japonés, visitó ayer el santuario sintoísta de Yasukuni, en Tokio, y suscitó una tormenta en Extremo Oriente. Portavoces chinos manifestaron su “vivo enfado” por la visita, otros de Corea del Sur la lamentaron y otros de Estados Unidos, sólido aliado japonés, expresaron su desaprobación y su decepción.
Estas reacciones eran más que previsibles. Yasukuni rinde homenaje a dos millones y medio de soldados japoneses caídos en escenarios bélicos a partir de 1853. En los años setenta del siglo pasado se añadieron a dicha lista los nombres de catorce criminales de guerra japoneses, entre ellos el general Tojo, primer ministro cuando se produjo el ataque a Pearl Harbor. Por este motivo, los países de la región que en algún momento, y sobre todo en la primera mitad del siglo XX, sufrieron la agresión japonesa, consideran Yasukuni un símbolo del militarismo japonés. También de las atrocidades que sus soldados cometieron en China o en Corea del Sur, entre ellas matanzas de civiles, uso de la violación masiva como arma de guerra y empleo de armas químicas y biológicas.
Por razones de buena vecindad o de prudencia política, los primeros ministros japoneses suelen evitar la visita a Yasukuni. El propio Abe no visitó el santuario durante su primer mandato, entre el 2006 y el 2007. De hecho, la última visita la hizo su antecesor Junichiro Koizumi en el 2006, y no sólo despertó quejas en países de la región, sino que incluso propició una denuncia de inconstitucionalidad del Tribunal de Osaka.
¿Por qué ha dado, pues, ahora Abe este paso, que ha indispuesto a países vecinos, con algunos de los cuales mantiene un clima de tensión, pero también al amigo americano? Las razones inmediatas podrían ser varias. Algunas en clave japonesa, como sería lanzar un mensaje para congraciarse con los sectores más conservadores. Otras razones serían de alcance internacional: las relaciones entre China y Japón, las dos grandes potencias de la zona, se han ido deteriorando en los últimos meses. Por una parte está la disputa sobre las islas Senkaku-Diaoyu, en el linde de las zonas de defensa aérea de ambos países. Por otra, está la latente rivalidad entre ambos, espoleada en el ámbito militar por la creciente inversión china en Defensa, que aumenta al 10% anual, a la que ha empezado a responder Abe con el anuncio de aumentos, a su vez, de un 5% respecto al 2012 y compra de más armamento.
Los arsenales de China y Japón presentan un gran desequilibrio a favor del primer país, cuyo Ejército de Tierra tiene diez veces más soldados que el del país insular, diez veces más carros de combate, nueve veces más aviadores, cinco veces más marinos en su Armada, el triple de barcos, el cuádruple de aviones de caza, etcétera. Desde este punto de vista, a Tokio le falta mucho para revertir la situación. Pero lo que sí parece estar en el ánimo de Abe, un nacionalista convencido, es modificar la Constitución de corte pacifista aprobada tras la Segunda Guerra Mundial, por considerarla una humillante imposición norteamericana.
Reacciones adversas como la de China quizás refuercen a Abe, ya que lo enaltecen a ojos de su electorado más nacionalista. Pero el cálculo cortoplacista puede arrojar, a medio y largo plazo, frutos indeseados. El primer ministro japonés debe, pues, ser más prudente y dedicar sus esfuerzos no a contentar a un sector de votantes sino a asegurar la estabilidad de la región.