La Vanguardia

Ayer, día de San Esteban

- Quim Monzó

El cielo aún era oscuro y la avenida Mistral lucía un aspecto desolado. Eran las 7 y media y había una tendalera de contenedor­es volcados. Junto a Vilamarí, un hueso de jamón rancio en el suelo. Cerca de Rocafort, frente al local de la asociación de vecinos, un árbol arrancado de cuajo. Más hacia Calàbria, frente a la nueva frutería Sa2pe, un árbol con el tronco desgajado, caído sobre los bancos. Suerte que es invierno y los indigentes no duermen ahí, como hacen en verano, porque prefieren el cobijo de los cajeros automático­s y las entradas de los parkings.

En cuanto hay viento ligerament­e por encima del habitual, muchos árboles de esa calle caen. La explicació­n que he oído de boca de algunos expertos es que debajo no hay suficiente tierra para que arraiguen bien, pero no sé si creérmelo, porque, aunque en parte de la avenida hay un parking subterráne­o y esa podría ser la explicació­n, en el resto no hay ningún túnel, que yo sepa. A las 8 y media ya es de día. Llega un camión de Parcs i Jardins. Seis hombres con cascos verdes, petos reflectant­es y motosierra­s. Empiezan a cortar

Suerte que es invierno y los indigentes no duermen en los bancos de la calle como en verano

los troncos en porciones transporta­bles. Troncos y ramas van hacia el camión. En general los árboles de esa avenida son de una especie de chopos, pero los dos que han caído no. De los seis hombres sólo uno me sabe decir qué son: acacias de origen australian­o.

Yo dejaría de plantarlas, si tan a menudo el viento las hace caer. Y, de paso, también dejaría de plantar césped en los parterres. Lo dejaría de plantar porque, apenas plantado, a pesar del letrero que avisa de que los perros no pueden entrar, comandados por sus amos van a cagar y, cuando han acabado de cagar, con las patas de atrás escarban la tierra y arrancan el césped. A una media de cincuenta perros diarios por parterre, en un pispás no queda césped. Un día del mes de febrero pasado, encontré en uno de esos parterres a un hombre y una mujer con monos de Parcs i Jardins, que replantaba­n el césped. Les pregunté si no les daba rabia tanto trabajo para que, total, al cabo de pocos días estuviese todo arrasado. Me dijeron que no pueden hacer nada, si la gente contravien­e los pictograma­s que indican que los perros no pueden entrar. Pues podrían dejar de plantar para siempre o, alternativ­amente, como hacen en los parques de muchas ciudades, rodear los parterres con una reja esbelta que permita verlos pero impida que entren las bestias. ¿Qué sentido tiene esto de ahora, que nos cuesta a todos una pasta inútilment­e gastada?

A las 9 y cuarto, la brigada de Parcs i Jardins ya ha cargado los árboles, ha barrido las hojas que había en el suelo y se va. Sin el ruido de las motosierra­s, la calle vuelve al silencio. Hacia las 9 y media una vecina que anda con bastón pasa por delante ve los troncos decapitado­s, ve que yo también los miro y refunfuña:

–No entiendo esa manía que tienen de cortar árboles que aún están la mar de sanos.

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