Gesticulaciones navideñas
Hay liturgias y rituales que nos transportan en el tiempo y nos hacen revivir escenas y personas. A veces se trata sólo de un gesto, pero en la fuerza poderosa de esta repetición gestual nos reconocemos como personas, como grupo y finalmente también como parte de la humanidad entera. La Navidad es rica en estas liturgias y simbolismos y por eso acentúa los sentimientos positivos o negativos que nos acompañan el resto del año. Seguramente por eso tiene partidarios y detractores tan radicales.
En Quan en dèiem xampany explico el ritual que preside las grandes celebraciones en la mesa familiar de Girona: cuando destapamos una botella de cava o de champán, mi padre pide el tapón, lo huele y comprueba si está fabricado por Francisco Oller, Bouchons à champagne, la empresa de tapones de corcho para champán que mi bisabuelo fundó en Épernay y en Cassà de la Selva, a finales del siglo XIX. Si el tapón es “de casa”, mi padre lo elogia, lo hace circular entre la cincuentena de comensales y todos hacemos un gesto afirmativo para certificar que coincidimos en el veredicto.
Cuando estoy fuera y alguien destapa una botella, me imagino a los de casa reunidos en la mesa, oliendo el tapón y rememorando el gesto instituido por el bisabuelo. No hay que ser experto para compartir el ritual, basta con sentirse próximo a las comarcas corcheras y sentir como propia su historia; en Navidad, la ceremonia se repite en la mesa de la mayoría de familias del Empordà, la Selva y el Gironès vinculadas al corcho y a la fabricación de tapones.
Oler un tapón es sólo un gesto, pero nos conecta con miles de catalanes que han celebrado antes el mismo ritual. Conozco a personas que entran a sentarse a una iglesia concreta sólo para recordar a un abuelo o una abuela que décadas atrás entraban a rezar en ella. Hay familias que bendicen la mesa con convencimiento religioso, pero también las hay que lo hacen sólo por tradición, como agradecimiento genérico por la fortuna de tener alimentos. Seguramente todavía hay quien marca una cruz en el pan antes de rebanarlo, en un intento de recordar gestos idénticos de los padres y los abuelos y mantener viva su memoria.
Estas gesticulaciones antes se acentuaban por Navidad y culminaban en las comidas familiares y en las tradiciones de origen religioso, fusionadas a lo largo de siglos con las tradiciones del ciclo de la naturaleza y con el calendario estacional. De esta manera, con sentido religioso o sólo con instinto de pertenencia, hundíamos nuestra memoria en las raíces antiquísimas de los antepasados.
Venimos de algunas de estas tradiciones navideñas muy ricas, basadas mayoritariamente en el relato del nacimiento de Jesús, que ha demostrado una enorme eficacia en la evocación del pasado y en el impulso de muchas actuaciones presentes. Son tradiciones articuladas por liturgias civiles y religiosas que nos acercan a un mundo depurado lentamente por el paso del tiempo, capaz de integrar todos los orígenes y todos los matices, porque partimos de una historia y de una tradición cultural seguramente más plural y transversal que las multiculturalidades y las globalizaciones de raíz más moderna.
Antes de los festivales de Navidad sin canciones navideñas y de los pesebres reconvertidos en “paisajes de invierno” re- pletos de duendes, predominaba estos días un imaginario rico, integrador y estimulante que impregnaba el teatro popular, los pastorets, los pessebres vivents, la literatura, los villancicos, el verso, las reuniones familiares, los intercambios de regalos, los buenos deseos, los propósitos de enmienda, las misas del gallo, los resopones o las cabalgatas de Reyes.
La fuerza cultural de estas fechas se resumía de manera poderosa en la escenografía del belén que estimulaba la relación con la naturaleza, la construcción de espacios arquitectónicos y paisajísticos, la teatralización, o la conversión de los objetos concretos en representaciones simbólicas. La fuerza simbólica de las figuras era extraordinaria: pastores buenos, malos, perezosos o muy espabilados; demonios perversos y a veces demonios pequeños y bondadosos; ángeles y arcángeles poderosos, que defendían a los pastores atemorizados por los demonios; burgueses que negaban una cama y una manta a los pobres; animales, reyes y también pescadores, hilanderas y payeses que labraban. Y en un rincón, el caganer, que era una figura menor.
Navidad debería ser Navidad para los que conmemoran el nacimiento de Jesús y para los que simplemente celebran una tradición bimilenaria. Pero no es así: hace tiempo que muchas personas han dejado de felicitar la Navidad y desean “buenas fiestas”, como si la carga histórica les molestara. Los belenes van desapareciendo de muchos escaparates y espacios públicos. Muchas tradiciones y sus liturgias se van desdibujando o pierden carga simbólica, y no sólo las que tenían una fuerte connotación religiosa. No se salvan de la decadencia ni tan siquiera por el convencimiento progresivo de que olvidando el origen rozamos el ridículo.
Para un observador externo podría resultar chocante que cuando más cultivamos el orgullo de país más nos desdibujamos como grupo, sobre todo de cara a fuera. Si no fuera tan ridículo, sería para partirse de risa: por este camino, puede llegar el día, en un futuro globalizado, que de todas nuestras tradiciones y de toda su carga simbólica sólo queden los regalos y el caganer, que poco a poco se está convirtiendo en la figura central de muchas representaciones. Un pésimo presagio.