Langostinos
El dilema del langostino se nos vino encima en la comida de Navidad, con las papilas gustativas excitadas y los bichos suculentamente cocinados en el plato. Eso complicó las cosas. Poco antes, en los aperitivos, nos habíamos deslizado, con más o menos tino, entre conversaciones que no nos aguaran la fiesta. No era fácil. Los encuentros familiares múltiples están llenos de peligros imprevisibles, sobre todo si el vino corre con generosidad. El amor familiar cocinado a fuego lento, a lo largo de tantos años, es un caldo de cultivo pantanoso. El comentario más inofensivo puede esconder la chispa de una rencilla arqueológica que excite el aguijón de sutiles venganzas. Toda precaución es poca. Se intentaba también esquivar temas de trabajo, éxito o suerte de cualquier clase, que pudiesen entristecer a los familiares parados que cada año se multiplican en la mesa. Tampoco se profundizaba en asuntos políticos de los que calientan los ánimos y llegan incluso a provocar puñetazos cerca de la vajilla escogida para la ocasión. Entre unas cosas y otras, quedaba poco de lo que se pudiese hablar, la verdad. Y quizás fue eso lo que llevó al niño a lanzarnos la perorata sobre los desastres que provoca en el medio ambiente y la vida de tantos pueblos de los países más pobres, la explotación de los langostinos pelados que nos miraban desde el plato.
Enfrentados a su olor delicioso, supimos que el consumo masivo de estos crustáceos –en su variante pelada y congelada– que se ha desatado en nuestros países ricos últimamente, lleva consigo la proliferación de unas granjas camaroneras que contaminan las aguas de los manglares de las zonas ecuatoriales, destrozando la gran variedad de vida animal y vegetal que alimenta a su vez a los pueblos que pescan en ellas. Un desastre en cadena que desemboca exactamente en el exquisito plato que teníamos delante, sin saber con qué cara hincarle el diente. El precio que a nosotros nos bajan artificialmente por estos langostinos, otros lo pagan demasiado alto, dijo el niño, apartando su plato. Y pasó a contarnos lo que también sabía sobre el pelado de este langostino, que al parecer se realiza en condiciones terribles, en un ambiente húmedo e insalubre, manteniendo hacinados y de pie durante jornadas interminables a trabajadores que a veces son menores de edad. Aquello era demasiado. La imagen de las manitas de uno de esos niños pobres pelando los langostinos se nos cayó en el plato.
Muy bien, pues ya puedes ir desnudándote, dijo la madre, ¿o es que no has oído hablar también de las condiciones infrahumanas en que los trabajadores asiáticos cosen la ropa que llevas puesta? El niño repasó su ropa con una mirada rápida. Pasó una mosca. El dilema estaba servido. Y sin embargo, no se podía decir que se nos hubieran quitado las ganas de comer.
La imagen de las manitas de uno de esos niños pobres pelando los langostinos se nos cayó en el plato