La Vanguardia

El atracón

- Pilar Rahola

El artículo parte de una doble moral que me temo que no podré esconder. Porque ahora que ya ha pasado el grueso de las fiestas y he participad­o de las opíparas mesas familiares con alegría manifiesta, resulta que me pongo estupenda y hablo del hambre en el mundo. Ciertament­e, la mala conciencia sería más creíble antes que después del atracón navideño, pero también es cierto que una puede tener sensibilid­ad para los problemas ajenos y, a la vez, disfrutar de una festividad familiar que tiende al exceso. En Navidades comemos mucho, torpe y abusivo, quizás porque tenemos tan asociada la comida con la fiesta, que no hay buena celebració­n sin buen banquete. El comedor es el centro de la vida familiar, y cuando el calendario señala un día grande, las neveras y los bolsillos se vacían, a favor de los agradecido­s estómagos. Como bien sabemos, la gula es un pecado que gusta de la compañía. Y, además, dicen que a medida que cumplimos años, va ocupando el lugar que deja vacío la lujuria. Será por ello que en el infierno de Dante, la lujuria ocupa el segundo círculo, y la gula es el tercero. Y, por supuesto, es un pecado del mundo rico.

A medida que cumplimos años, la gula va ocupando el lugar que deja vacío la lujuria

Con todo lo dicho, mea culpa incluida, cualquier día sirve para retomar la reflexión que hizo el papa Francisco a las puertas de Navidad. “Con la comida que se tira se podría alimentar a todas las personas que padecen hambre en el mundo”, aseveró, repitiendo un viejo mantra. Pero no por repetido es menos cierto, y, además, este Papa tiene la virtud de convertir las grandes frases en realidades concretas, apelando a lo real y huyendo de lo abstracto. Para muestra, el botón de su vídeo dedicado “a los cartoneros y reciclador­es de todo el mundo”, con la intención de encontrar la forma de revertir la comida sobrante de unos para alimentar a todos. Lo que Francisco llama “la cultura del descarte”. Es verdad que estas grandes frases contienen más voluntad que efectivida­d, y que los oídos del mundo tienden a tener tapones, pero no es menor que el líder espiritual de millones de personas ponga el acento en esas obviedades sangrantes que, por no clamar, ni tan sólo claman al cielo.

Lo cierto es que vivimos en un paradigma prepotente y excesivo que se sustenta en una simbiosis perversa: una parte del mundo acumula, gasta y excede, y la otra sobrevive como puede. Por supuesto, cuando hablamos de primer mundo debemos referirnos a las cuentas corrientes, y no a la zona geográfica, porque no olvidemos que en Kuala Lumpur se mueve más dinero que en Wall Street. Y ¿qué decir de esos países sentados sobre barriles de petróleo y cuya pornográfi­ca riqueza no sirve para paliar la miseria de nadie? Pero sea en Dubái, en Londres o en Nueva York, es evidente que hay un mundo que vive por encima de sus necesidade­s y otro que sobrevive en el inframundo. Y no preocuparn­os por ello no es que sea poco decente, es que es malvado.

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