Carta a los Reyes Magos
Majestades: Que alguien que ya está en la última recta del camino escriba una carta a los Reyes es muestra de escaso juicio; pero, si se ha perdido ya la fe en la capacidad de hombres y mujeres para racionalizar la gestión de sus intereses colectivos y sólo se conserva una confianza difusa en el progreso humano, que es –como dice un amigo filósofo– la versión laica de la providencia divina, quizá halle alguna justificación dar cuenta y razón de los propios deseos, elevándolos al rango de peticiones al más allá.
Estas peticiones exigen, empero, una explicación previa. Les escribo desde España, donde la falta de un auténtico proyecto nacional compartido, el mal funcionamiento de las instituciones, el egoísmo suicida de una casta –en permanente reciclaje– que lleva siglos asentada sobre el Estado usufructuándolo en beneficio propio, el sectarismo soez de los partidos políticos y la pulsión secesionista de algunas de sus partes, hacen que se cumpla hoy el tremendo vaticinio de José Ortega, cuando escri-
Me atrevo a pedirles que no se cierren del todo las puertas al diálogo entre los gobiernos español y catalán
bía –en España invertebrada– que “el proceso de desintegración (de España) avanza en riguroso orden de la periferia al centro (...) Será casualidad, pero el desprendimiento de las últimas posesiones ultramarinas parece ser la señal para el comienzo de la dispersión intrapeninsular”. Un proceso que hoy se manifiesta en la falta de sentido de pertenencia a la nación española por parte de amplios sectores de sus ciudadanos, lo que a su vez comporta una ausencia de affectio y una merma de la solidaridad.
Y es en este estado cuando me atrevo a pedirles que no se cierren del todo las puertas al diálogo entre los gobiernos español y catalán, de forma que ambos puedan alcanzar todavía un acuerdo que impida la confrontación en ciernes. Sé que es mucho pedir, ya que una de las partes ha fijado su posición en una propuesta que, más que tal, parece un trágala, mientras que la otra se ha enrocado en un rechazo blindado por razones jurídicas elevadas a la categoría de dogma. Pero de ilusión también se vive y por eso insisto: les pido la recuperación del consenso que hizo posible la transición, para que sea factible una reforma constitucional que desarrolle el Senado en sentido federal, como una Cámara territorial ratificadora de todas las leyes y de todos los nombramientos; que distribuya y fije con claridad y amplio criterio las competencias respectivas, en especial las más sensibles, como lengua, educación y cultura; que establezca un sistema de financiación que incluya el principio de ordinalidad y permita las agencias tributarias compartidas, y que admita la convocatoria de referéndums consultivos por las comunidades autónomas.
Soy tan consciente de la magnitud de la petición –más por la cerrazón de quienes podrían hacerla posible que por su dificultad intrínseca–, que me conformaría con una reforma de menor alcance, si con ella se pudiera impedir el desenlace traumático que nos amenaza. Pero me temo que no será posible ni aún con rebajas, del mismo modo que nunca pude conseguir, Majestades, que de niño me trajeseis una colchoneta para ir a la playa. Lo que significa que nos esperan unos largos meses de enfrentamiento creciente, hasta que se frustre la celebración de la consulta. Y, a partir de ahí, el proceso se despeñará hacia unas elecciones dichas plebiscitarias, en las que puede ganar la opción independentista, abriéndose así una etapa incierta en la que lo único seguro será la confrontación abierta.
Tan cierto estoy de que los acontecimientos discurrirán de este modo, que me permito formularles una segunda doble petición, para sobrellevar el periodo de incerteza y crispación que nos aguarda. En primer lugar, que todos digamos en público lo mismo que decimos en privado, como única forma válida de fijar las respectivas posiciones, evitando equívocos y distorsiones de la realidad. Reconozcamos que los casos de doble lenguaje son frecuentes, incluso en personas investidas de responsabilidades corporativas. Y, en segundo término, evitemos por todos los medios la radicalización de nuestras respectivas posiciones, de forma que preservemos incólumes nuestras relaciones de amistad e, incluso, familiares. En suma, Majestades, que respetemos hasta el final las formas, como única garantía para no menoscabar la dignidad de nadie y defender la libertad de todos.
Termino, Majestades. Pocas veces he escrito con tan mermada esperanza. Pero, pese a todo, sigo creyendo que llevaba razón Pierre Vilar cuando escribía: “El océano. El Mediterráneo. La cordillera Pirenaica. Entre estos límites perfectamente diferenciados, parece como si el medio natural se ofreciera al destino particular de un grupo humano, a la elaboración de una unidad histórica”. Gusto referirme a este “medio natural” como “la Península inevitable”, aquel espacio en el que podríamos aún construir un ámbito de libertad articulado por un ideal de bien común. ¡Me gustaría tanto, aunque yo ya no lo viera! Haced lo que podáis, si es que algo podéis. Y que os sea leve el eterno viajar, Majestades.