La Vanguardia

El precio de la fama

- Carles Casajuana

Poco antes de morir, un día de julio de 1926, el actor Rodolfo Valentino invitó a cenar en el hotel de Nueva York en el que se alojaba al legendario periodista y escritor H.L. Mencken. Mencken, que era entonces muy respetado, pero no famoso como Valentino, y que no conocía al actor, acudió a la cena con curiosidad y sorpresa. Cenaron solos y Valentino fue al grano enseguida. Estaba preocupado y quería que Mencken le aconsejara.

El problema era muy sencillo. No hacía mucho, un periodista de Chicago había descubiert­o en el lavabo de hombres de un hotel una máquina que vendía polvos de talco de color rosa. La noticia –al parecer entonces esto era noticia– motivó un editorial del Chicago Tribune bromeando sobre la supuesta pérdida de virilidad del hombre americano y atribuyénd­ola a la influencia de las películas de Valentino, el sex symbol masculino del momento.

Valentino se hallaba por azar aquel día en la ciudad y los periodista­s le preguntaro­n qué pensaba del editorial. El actor, herido en su vanidad, desafió al autor a un combate de boxeo. Era verano, había pocas noticias, la prensa habló mucho de la reacción de Valentino y todo el mundo se lo tomó a risa. Durante los días siguientes, Valentino, enfurecido, insistió en que el autor del editorial había herido su honor y que, si no era un cobarde, debía aceptar el desafío. La gente aún se rió más. Valentino no sabía qué hacer y, a través de una actriz amiga de ambos, invitó a cenar a H.L. Mencken para pedirle consejo. Mencken le dijo lo que le hubiera dicho cualquier persona con un poco de sentido común: que el causante del problema era él mismo y que, en vez de enfadarse, se tendría que haber quitado el asunto de encima con una broma y listos. Como el daño ya estaba hecho, lo mejor era dejar que la gente se riera todo lo que le viniera en gana y olvidarse. Valentino protestó que el asunto era injurioso. Mencken dijo que lo que contaba era su integridad personal y que mientras se pudiera mirar al espejo por la mañana no hacía falta que se preocupara. Valentino no estuvo de acuerdo. La conversaci­ón no iba a ninguna parte.

“De repente –escribe Mencken en Prejudices, una recopilaci­ón de artículos suyos que leo con gran placer–, me di cuenta de que no hablábamos de lo que estábamos hablando... La angustia de Valentino era la angustia de un hombre de sentimient­os relativame­nte civilizado­s en una situación de una intolerabl­e vulgaridad... Lo que le molestaba no era aquel episodio ridículo, lo que le molestaba era la grotesca futilidad de su vida. ¿No había logrado, partiendo de cero, un éxito colosal? Pues aquel éxito era tan vasto como vacío, era colosalmen­te ridí- culo. ¿No le aclamaban las multitudes? Pues cada vez que le aclamaban enrojecía por dentro”.

Mencken aventura que, si Valentino no hubiese muerto de una peritoniti­s al poco tiempo, habría intentado cambiar de estilo para elevarse por encima de su fama, y habría fracasado, porque cree que le faltaba madera de gran artista. Pero piensa que si hubiera tenido éxito habría sido peor, porque la nueva fama que habría ganado le habría resultado tan intolerabl­e como la ante-

Ni la fama ni el poder dan a los que los alcanzan la satisfacci­ón que buscan

rior. Concluye Mencken: “Aquí tenemos la suprema broma de los dioses: el hombre ha de estar solo en este mundo, hasta con multitudes rodeándolo. ¿Busca con furia la aprobación de los demás? Pues cuando la encuentra descubre que los resortes y motivos de esta aprobación son un insulto a su dignidad... El caso me conmovió... He aquí un hombre joven que vivía a diario el sueño de millones de jóvenes. He aquí un hombre que era el ideal de las mujeres, que tenía fama y dinero. He aquí un hombre que era muy infeliz”.

Me acordé de esta historia, hace unos días, al leer la noticia de la sentencia favorable al expresiden­te Aznar en la reclamació­n contra la periodista María Teresa Campos por atribuirle, en un programa de radio, una relación extramatri­monial falsa. Supongo que Aznar recibió con alegría la sentencia dándole la razón –totalmente justificad­a– y la compensaci­ón de 60.000 euros que la acompañaba. Pero dudo que sea suficiente para darle la satisfacci­ón que busca.

El paso de los hombres por el poder suele ser una historia que comienza bien pero acaba mal. Pocos líderes abandonan sus puestos con la cabeza alta. La mayoría se van derrotados y, a menudo, desprestig­iados. Las excepcione­s –Mandela, Lula– son muy contadas. Lo que al expresiden­te Aznar le gustaría, en realidad, es poder introducir algunos retoques en la página que le correspond­erá en los libros de historia. Pero esto no está a su alcance, como no estaba al alcance de Rodolfo Valentino elevarse por encima de la fama que tenía. Ni la fama ni el poder dan a los que los alcanzan la satisfacci­ón que buscan. En esto, los famosos y los poderosos no son distintos del resto de los mortales, que por regla general tampoco estamos nunca contentos con lo que tenemos.

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