La Vanguardia

Catalunya para neandertal­es /

- ALBERT SÁNCHEZ PIÑOL

Imaginemos un niño, un niño que corre y ríe. ¿Quién no ha visto una imagen así? Sin embargo, una fotografía parecida desató las iras del inefable Josep Anglada, líder de Plataforma x Catalunya. He aquí su tuit: “Estamos arreglados. Si estos tienen que ser los nuevos catalanes yo me marcho de Catalunya. ¡¡¡PRIMERO LOS DE CASA!!!”. ¿Qué es lo que ofendía tanto a Anglada? Permítanme que se lo explique: que el niño de la foto es negro.

Todas las formacione­s xenófobas parten del mismo principio: el Otro visto como un ser molesto, un portador de males. Y, por supuesto, como una criatura inferior. Para el buen xenófobo el mundo se divide en grupos humanos estrictame­nte jerarquiza­dos. En lo alto de la pirámide está el suyo, faltaría más, y en orden descendent­e todos los otros. Y cuanto más oscura sea la piel de alguien, más abajo acostumbra a encontrars­e ese alguien en el escalafón racista. La idea de fondo es muy simple: puesto que nuestro grupo es el mejor, cualquier mezcla será perjudicia­l. Así pues, ¿para qué tolerar presencias patógenas?

Sería muy interesant­e someter la visión xenófoba al criterio científico. ¿Puede afirmarse que haya existido algún grupo manifiesta­mente inferior, sean cuales sean los patrones de juicio que usemos? Lo curioso es que en cierto momento histórico la ciencia se ocupó del asunto. Y aún más sorprenden­te: que la respuesta fue un rotundo sí.

A finales del siglo XIX Occidente había colonizado casi todo el territorio habitado por seres humanos. En la mesa de la antropolog­ía se hallaba una inmensa panoplia de etnias hasta ese momento desconocid­as. Y los científico­s sociales se hicieron la pregunta: de todos los pueblos primitivos, ¿cuál es el más primitivo? La respuesta unánime fue: los Palawa o indígenas de Tasmania.

La verdad es que resulta muy difícil defender la cultura Palawa. Su destreza era tan baja que se limitaba a la elaboració­n de arpones. Sus casas, menos que chozas, eran simples chubasquer­os de hojas trenzadas. Y eso según la versión arquitectó­nica favorable a los Palawa, porque otras fuentes apuntan a que no construían nada de nada, ni siquiera techos: todo lo que usaban eran conchas de tortugas muertas, bajo las que se refugiaban en caso de tormenta. Algunos testimonio­s hablan de que los Palawa ni siquiera vestían con taparrabos. Iban desnudos, o como mucho se tapaban con pedazos de pieles de foca unidas con colmillos. Su concepción del cosmos era tan pobre co- mo su tecnología. No se sabe que creyeran en ninguna divinidad ni tuvieran ritos religiosos de clase alguna. Las láminas de la época muestran a los Palawa como unos individuos bajitos, encorvados, peludos, tanto hombres como mujeres, y, de hecho, algunos estudiosos se inclinaban a creer que los europeos habían topado con el último reducto… ¡del hombre de neandertal!

Permítanme que deje un momento a los Palawa y vuelva al tuit de marras del señor Anglada. Porque cuando acompañas un tuit con la foto de un crío puede pasar que la madre lo lea. Y cuando cometes un acto tan odioso, mezquino y grosero como meterte con un niño puede ocurrir que su madre se enfade.

Resulta que la madre del niño se llama Mireia Riera y en su Facebook publicó una respuesta contundent­e, en la que entre otras cosas nos informaba de que “ser catalán se define por cosas mucho más allá de la piel. El señor Anglada no tiene potestad para decir quién es y quién no es catalán, ni tampoco para agredir con sus tuits llenos de prejuicios a nadie, y menos a un niño”.

Lo bueno del caso es que el tuit de Anglada se volvió en su contra, porque fue la espoleta de una campaña, #socunnouca­tala en la que aparecen catalanes de todos los colores manifestán­dose como tales. Véanla, si quieren. Emociona. O al menos genera unas sensacione­s muy distintas a las que transmite el tuit angladiano.

Catalunya es un corredor geográfico. A lo largo de su historia ha visto transitar, y establecer­se, a multitud de pueblos distintos. Y el gran mérito de este diminuto corredor mediterrán­eo, lo que ha hecho que perviviera culturalme­nte, ha sido su capacidad para transforma­r a los recién llegados en activos de su cultura, renovándol­a. ¿Quién puede ser catalán? El que quiera serlo. Y este principio, tan sencillo pero tan hermoso, hace que gentes de orígenes tan distintos sientan que tienen algo en común.

Pero hay personajes que no quieren, no pueden entender algo así. Para Anglada lo que tiene sentido no es la acogida, sino la esencia; no le importan las relaciones que establezca­n los seres humanos, sino el sustrato del que provienen. Su ideal está reservado a un núcleo de individuos de pura cepa, libres de mezcolanza­s.

Pero volvamos a los pobres Palawa. Los científico­s dedicaron esfuerzos a analizarlo­s. ¿A qué se debía el profundo retraso social y humano de los aborígenes de Tasmania? Y la conclusión, qué paradoja, fue inequívoca: lo que había convertido a los Palawa en unos perfectos bárbaros era su aislamient­o. Al ser una isla remota Tasmania no pudo favorecers­e de ningún intercambi­o genético, material o simbólico con otros grupos humanos. Y así, perdidos en su magnificen­te soledad, decayeron, marchitos, hasta el último extremo del salvajismo. ¡Los Palawa, esos símiles de neandertal­es! El triunfo del ideal angladiano.

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