La Vanguardia

“Nunca huye de una buena pelea”

Los habitantes del barrio de obrero de Kasimpasa, en Estambul, evocan con admiración al joven Erdogan

- XAVIER MAS DE XAXÀS

El viejo Selatin está en su puesto de pescado, frente al cementerio, junto a la parada del autobús, en la parte alta del barrio obrero de Kasimpasa, donde hace 59 años nació Recep Tayyip Erdogan. El sol matinal le da en la cara sin calentarle. No hay prisa, la clientela flojea, los peces tienen todo el día por delante, y él está contento de poder recordar los buenos tiempos, cuando asegura que fue entrenador “de un futbolista alto y muy rápido, un delantero centro que buscaba siempre la portería, un hombre muy respetuoso, pero, ante todo, valiente, que nunca huía de una buena pelea”. Selatin saca una fotografía de la cartera en la que se ve a Erdogan en una recepción, a punto de saludarle.

“Es el mejor político que ha tenido Turquía, y no se crea nada de todas esas mandangas de la co-

Sus exvecinos de Estambul destacan su amabilidad y su ayuda para mejorar la vida en el barrio

rrupción, puras maquinacio­nes de sus enemigos. No encontrará a nadie por aquí que hable mal de él. Es uno de los nuestros”.

Su imagen domina, junto a la de Mustafa Kemal Atatürk, fundador de la república, el local social del Erok Spor, uno de los clubs donde jugó como semiprofes­ional. Dursun Koya, excompañer­o, muestra fotos de entrenamie­ntos, partidos y comidas al aire libre de hace 50 años, pero no quiere decir nada sustancial. “Sin el permiso de Ankara, entienda que no pueda hablar con usted, pero déjeme intentarlo”. Telefonea desde su móvil, pero no obtiene respuesta. “Lo siento pero tendrá que volver otro día. Tengo órdenes de llamar antes de hablar con la prensa”.

Koya desprende orgullo y autoridad, caracterís­tica evidente en otras personas de este barrio, que sube desde el Cuerno de Oro, con calles y fachadas modestas, limpias y arregladas, donde se nota el esmero del municipio para que todo, personas y cosas, esté bien ordenado.

Los hombres de Kasimpasa juegan a las cartas, casi todos al pisti, en cafés sin mujeres, donde también se rinde culto al vecino que, siendo un niño pobre que vendía limonada y pastas por la calle, lleva más de diez años al frente de Turquía y ha conseguido que el equipo del barrio, entonces en una división regional, sea hoy uno de los mejores. Tan agradecido­s están por esta y otras ayudas, que ahora el estadio se llama Erdogan.

Al ser elegido primer ministro en el 2003, la embajada estadounid­ense lo retrató en un cable difundido por Wikileaks como un hombre muy orgulloso y autoritari­o, de una ambición desmesurad­a, convencido de que cumple una misión de Dios.

Antes de emigrar a Estambul, su padre, de origen georgiano, era capitán de la marina mercante en Rize, un puerto turco del mar Negro. Al joven Tayyip lo apuntó en una escuela religiosa, donde destacó tanto que pronto pasó a recitar el Corán en la mezquita de Sinan Pasa. Luego se unió al movimiento juvenil islamista que dirigía el futuro primer ministro Necmetin Erbakan.

Estudió Económicas, dejó el fútbol, trabajó para el partido del Bienestar y en 1994 fue elegido alcalde de Estambul. En ese mismo año, en una entrevista con La Vanguardia, se mostró muy pragmático, nada ideológico, amable y reservado.

Erbakan, su mentor, alcanzó el poder en 1996, pero los militares lo echaron once meses después. Por esas mismas fechas Erdogan también perdió la alcaldía, después de criticar al ejército en un discurso, provocació­n que le costó una condena de diez meses de cárcel, de los que cumplió cuatro. Este revés y la prohibició­n de participar en la vida política no le disuadiero­n de fundar el partido de la Libertad y el Desarrollo (AKP) en el 2001. Al año siguiente, con el apoyo de liberales y nacionalis­tas, esta fuerza islamista moderada arrasó en las legislati- vas, favorecida por la crisis financiera y la inflación desbordada que había hundido al gobierno anterior. Erdogan, todavía vetado, tuvo que esperar a una elección parcial en marzo del 2003 para ser primer ministro.

Abrió entonces, con el apoyo de la comunidad religiosa Hizmet, las puertas del poder político y económico a los islamistas o, lo que es lo mismo, a la mayoría de turcos, hasta ese momento discrimina­dos por la élite militar, laica y occidental­izada, los llamados turcos blancos.

Como patriarca y referente moral de los turcos negros, más pobres y peor educados, afirmó que llegaba al poder para barrer la corrupción del viejo orden político y burocrátic­o. La Unión Europea aplaudió sus planes de reforma, aunque siguió retrasando la adhesión de Turquía. Estados Unidos celebró su moderación y pragmatism­o, al tiempo que alentaba su diplomacia de corte neootomano. Erdogan, sin embargo, a pe-

“Erdogan no tolera la división de poderes ni la oposición, es un paranoico”, opina el historiado­r Öktem

sar de los éxitos, no olvidaba la humillació­n de la cárcel ni el golpe que acabó con su mentor Erbankan en 1997. Estaba convencido de que el chantaje, la traición y la venganza son los motores que mueven la máquina política turca. “No tolera la división de poderes –explica el historiado­r Kerem Öktem– ni considera que la oposición sea legítima. Ve conspiraci­ones donde sólo hay ideas diferentes. No hay duda de que ha sufrido un cambio psicológic­o y que hoy es un paranoico”.

Erdogan busca en los sultanes otomanos nuevas señas de identidad que lo acerquen a Suleyman el Magnífico y Mehmet el conquistad­or, personajes a los que mitifica sin aceptar una visión crítica de la historia. “Más que a un sultán, se parece a Putin, un autoritari­o contemporá­neo”, afirma el empresario Saripinar.

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KIYOSHI OTA / BLOOMBERG Piel de cordero. Detrás de su amabilidad y educación, Erdogan encierra una personalid­ad muy autoritari­a

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