La última inflamación
La economía mejora y la política empeora. Este es el resumen de la semana. Quizás sea –en una sola línea–, el resumen del año 2014 que nos espera. Creo que incluso podríamos comprimirlo más. Menos de una línea: el euro nos sujeta.
La moneda única es el marco. En el interior de su disciplina caben bastantes crisis políticas nacionales, elevadas dosis de malestar social, rupturismos de mediana intensidad, populismos de la más variada especie y todas las imaginaciones que hagan falta para soportar ese malestar. El interior de una fortaleza es uno de los mejores lugares para soñar y desesperarse. El periodista italiano Dino Buzzati escribió en los años cuarenta una novela genial al respecto, El desierto de los tártaros. En la fortaleza Bastiani, situada frente a un enigmático desierto, se vive siempre en alerta y nunca acaba de pasar nada.
El Imperio existe, y lo llevamos en el bolsillo. Los amortiguadores de la superestructura europea han funcionado, bajo mandato alemán, y la devaluación interna ha rebajado salarios y precios, con destrozos sociales difíciles de recoser y curar. Paisaje después del shock: la prima de riesgo baja que es una maravilla, y el cuadro político da miedo. La política está peor que la sociedad. Ese es el resumen.
España vuelve a ser un caso singular. Ya lo fue en el siglo XIX, en la etapa de formación de los estados liberales, y vuelve a serlo ahora, en la confusa y traumática fase de transición al Imperio europeo de nuevo tipo. España ha soportado el golpe con gran estoicismo social y presenta en estos momentos daños políticos que no se dan en otros países gravemente afectados por el estropicio económico. La crisis no ha provocado en España un Amanecer Dorado, pero asistimos a un ocaso con tintes escarlatas del régimen pactado en 1977-78. España, fuerte por fuera –aparentemente fuerte–, débil por dentro.
No ha surgido en España un partido de extrema derecha directamente propulsado por la crisis. Más de un lector apuntará que esa extrema derecha no acaba de surgir orgánicamente porque se halla subsumida en el interior del Partido Popular. El macizo de la raza –así lo definía en sus escritos democráticos Dionisio Ridruejo, retomando una expresión de Antonio Machado en el poema El mañana efímero (“España, país de charanga y pandereta...”)– quizá tenga más poder político en el interior del PP que organizado como partido propio. Alianza Nacional, pongamos por caso. La observación es cierta, pero no es lo mismo una derecha extrema subsumida en el actual magma de las derechas autonómicas unificadas y pilotadas desde la calle Génova de Madrid que una extrema derecha rampante y lanzada a una feroz competición electoral.
Pese a todo lo que está cayendo, tampoco hay movimientos abiertamente populistas y antieuropeos en España. No hay un Beppe Grillo, por el momento. Aquí caben otras dos observaciones. Europa ha transferido mucho dinero en los últimos 25 años, y dice el refrán castellano que es de bien nacido ser agrade- cido. El populismo existe en España, pero está repartido, en dosis más o menos controladas, entre todas las ofertas políticas, incluidas las fuerzas soberanistas que hoy plantean la independencia –la independencia de Catalunya– como un parto sin dolor y con la anestesia epidural a cargo del contribuyente alemán. Un prodigioso tránsito a un “país nuevo”, con los zurrones llenos y milagrosamente exentos de los actuales flagelos
El retorno de la tensión al País Vasco –si prosigue– puede tener consecuencias en Catalunya
europeos. Una Nueva Jerusalén construida sobre la virtud, como la que predicaba el fraile Savonarola a finales del siglo XV en la república de Florencia.
España, sin extrema derecha, sin populismos a la italiana, con estabilidad parlamentaria y con mucho vértigo. Un caso único. Fuerte por fuera, débil por dentro. En ningún otro país de la Unión se habla con tanta angustia de la necesidad de cambios constitucionales. “No entiendo la cíclica tendencia de España a los espasmos institucionales”, afirmaba hace unos meses el empresario y ensayista francés Alain Minc.
Aparentemente fuerte por fuera, débil por dentro. Los daños políticos son graves. Lo sabemos. La institución monárquica, en su hora más baja. Los dos partidos grandes, con fidelidades de voto inferiores al 50%. Los dos principales líderes, el presidente del Gobierno y el secretario general del PSOE, con índices de impopularidad superiores al 80%. Los casos de corrupción cada día en las portadas, en perfecto turno: hoy, Bárcenas, mañana, la UGT. El monolitismo de los partidos –ingeniería 77/78–, rompiéndose por momentos: ahí tenemos la discusión en el PP sobre el aborto y la presión por las primarias en el PSOE. “Vi el otro día el telediario de las nueve y quedé bastante impresionado”, me comentaba esta semana un diplomático de un importante país europeo.
Y ahora vuelve a inflamarse el País Vasco. El PNV, el partido con mejor capacidad de cálculo en las Españas, no dejará que los movimientos del Ministerio del Interior para aplacar a la Alianza Nacional después de la sentencia de Estrasburgo sobre la doctrina Parot le coloquen entre Bildu/Sortu/Amaiur y la pared. Ayer quedó claro en Bilbao que el PNV no se dejará acorralar. Saben cuál es su riesgo. Por las noches se les aparece en Sabin Etxea el fantasma de CiU atrapada electoralmente por ERC. Íñigo Urkullu ya se ha declarado republicano. Atención al País Vasco, porque esa inflamación puede tener repercusiones en Catalunya. A mayor dramatización vasca, más pie en el freno en Catalunya. Esa ha sido la ley en los últimos cuarenta años.
La economía mejora –muy lentamente– y la política empeora. Este año se va poner a prueba en España el viejo axioma marxista sobre la primacía de la base material sobre la política, la cultura y los sentimientos.