La Vanguardia

La fantasía del legionario

- Joaquín Luna

Un primer espada del diario lanza el reto –“a ver si escribes de esto una columna”–, y uno, que es nuevo en el género y tiene la fe del novillero –“te compraré un piso o te vestiré de luto”, como le dijo el Cordobés a su hermana cuando empezaba–, recoge el guante a sabiendas de que el tema es de enfermería o puerta grande. He aquí la noticia: un modelo del legendario avión Breguet 763 Deux Ponts ha terminado sus días albergando en la región parisiense un club de intercambi­os de parejas (o club liberal, precisan los defensores).

El reportaje, publicado ayer, es de Javier Ortega, colaborado­r del diario y un experto en aeronáutic­a con el acierto del buen divulgador. Él sabe mucho de aviación, pero poco de clubs de París, y yo sé poco de aviación y algo más de estos garitos porque cuando fui correspons­al vivía a dos pasos de L’Escapade, una cueva liberal en la isla de Saint Louis, y me acercaba algunas noches con el mismo espíritu curioso con el que acudía mensualmen­te a desayunar –yo y otros correspons­ales– a las ocho en punto con el gobernador Trichet en un imponente saloncito del Banco de Francia.

No me postulo a la Creu de Sant Jordi, pero con el tiempo y la asiduidad a L’Escapade fui ascendido al título de “le catalan”. Créanlo o no, pero lo que me cautivaba era la atmósfera, la clien-

Madame X cumplía años y su marido le había preparado una sorpresa en chez Costa, exactor porno

tela y el descubrimi­ento de comportami­entos humanos en un terreno tan íntimo como la sexualidad (la sexualidad francesa). El patrón se llamaba Costa y me dispensó buena acogida. Había sido actor porno, al parecer un excelente secundario, y compartíam­os la afición al boxeo –reinaba De la Hoya– y a cierta Mallorca. Una de las pocas batallitas que contaba y recuerdo era lo complicado de explicar al fisco francés el origen de sus ganancias en Alemania, donde los productore­s pornos cumplían hasta el último marco y en blanco. Costa siempre restaba méritos a su pasado de actor y muy de vez en cuando, y por insistenci­a de alguna clienta, abandonaba la barra y se perdía por el interior (en una ocasión compartimo­s una propuesta deshonesta, y huelga decir lo muy novillero que me sentí).

Por chez Costa desfilaban tipos curiosos –alguna figura prominente de la OCDE o de la alta cocina– y siempre bajo un respeto que decía mucho de un cierto París burgués y canalla. El patrón me avisó un día: “Ven mañana si puedes”. La noche siguiente había expectació­n. Madame X celebraba cumpleaños, y su esposo le había regalado una fantasía de juventud: hacer el amor con un legionario. Pasaba el tiempo, y del bravo soldado de la República ni rastro. Finalmente, apareció el caballero legionario, uniforme impecable... Salí, en una de esas madrugadas frías maravillos­as del viejo París, con la estúpida duda de si al caballero legionario le podrían juzgar en un tribunal militar por uso indecoroso del uniforme...

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