La fantasía del legionario
Un primer espada del diario lanza el reto –“a ver si escribes de esto una columna”–, y uno, que es nuevo en el género y tiene la fe del novillero –“te compraré un piso o te vestiré de luto”, como le dijo el Cordobés a su hermana cuando empezaba–, recoge el guante a sabiendas de que el tema es de enfermería o puerta grande. He aquí la noticia: un modelo del legendario avión Breguet 763 Deux Ponts ha terminado sus días albergando en la región parisiense un club de intercambios de parejas (o club liberal, precisan los defensores).
El reportaje, publicado ayer, es de Javier Ortega, colaborador del diario y un experto en aeronáutica con el acierto del buen divulgador. Él sabe mucho de aviación, pero poco de clubs de París, y yo sé poco de aviación y algo más de estos garitos porque cuando fui corresponsal vivía a dos pasos de L’Escapade, una cueva liberal en la isla de Saint Louis, y me acercaba algunas noches con el mismo espíritu curioso con el que acudía mensualmente a desayunar –yo y otros corresponsales– a las ocho en punto con el gobernador Trichet en un imponente saloncito del Banco de Francia.
No me postulo a la Creu de Sant Jordi, pero con el tiempo y la asiduidad a L’Escapade fui ascendido al título de “le catalan”. Créanlo o no, pero lo que me cautivaba era la atmósfera, la clien-
Madame X cumplía años y su marido le había preparado una sorpresa en chez Costa, exactor porno
tela y el descubrimiento de comportamientos humanos en un terreno tan íntimo como la sexualidad (la sexualidad francesa). El patrón se llamaba Costa y me dispensó buena acogida. Había sido actor porno, al parecer un excelente secundario, y compartíamos la afición al boxeo –reinaba De la Hoya– y a cierta Mallorca. Una de las pocas batallitas que contaba y recuerdo era lo complicado de explicar al fisco francés el origen de sus ganancias en Alemania, donde los productores pornos cumplían hasta el último marco y en blanco. Costa siempre restaba méritos a su pasado de actor y muy de vez en cuando, y por insistencia de alguna clienta, abandonaba la barra y se perdía por el interior (en una ocasión compartimos una propuesta deshonesta, y huelga decir lo muy novillero que me sentí).
Por chez Costa desfilaban tipos curiosos –alguna figura prominente de la OCDE o de la alta cocina– y siempre bajo un respeto que decía mucho de un cierto París burgués y canalla. El patrón me avisó un día: “Ven mañana si puedes”. La noche siguiente había expectación. Madame X celebraba cumpleaños, y su esposo le había regalado una fantasía de juventud: hacer el amor con un legionario. Pasaba el tiempo, y del bravo soldado de la República ni rastro. Finalmente, apareció el caballero legionario, uniforme impecable... Salí, en una de esas madrugadas frías maravillosas del viejo París, con la estúpida duda de si al caballero legionario le podrían juzgar en un tribunal militar por uso indecoroso del uniforme...