La Vanguardia

Falla la clave de bóveda

- José Antonio Zarzalejos

Es imprescind­ible leer en esta tesitura histórica de España el último libro de Borja de Riquer titulado Alfonso XIII y Cambó. La monarquía y el catalanism­o político, porque, aunque el hoy y el mañana no están escritos en el pasado, conocerlo ofrece sugerencia­s interesant­es. Riquer recuerda cómo Valentí Almirall, en 1879, “fue uno de los primeros en proclamar que Catalunya podía ser la Hungría de España”, por la potencial relación del Principado con la Corona. En la introducci­ón de su ensayo Riquer recuerda cómo “pronto apareció la posibilida­d política de recurrir directamen­te al monarca si lo que se deseaba era modificar la situación en la que se encontraba Catalunya dentro de España. Por razones históricas, por el recuerdo de las institucio­nes propias, anteriores a los Borbones, los catalanist­as veían, en general, a la monarquía como una institució­n tradiciona­l y natural, y por ello intentaron que ejerciera un destacado papel político a favor de su causa”.

Desafortun­adamente, recientes acontecimi­entos en la mente de todos han hecho colapsar la posibilida­d de que la Corona –otrora tan bien valorada en Catalunya– revalidase esa condición ante la mutación de parte del catalanism­o en abierto secesionis­mo. Tras una primera intervenci­ón de la Casa del Rey un tanto desafortun­ada por una carta mal escrita publicada en la web de Zarzuela en la que se aludía a la “quimera” catalana y la inoportuni­dad de debatir sobre “galgos y podencos”, el monarca supo rectificar en su mensaje navideño, como expliqué en estas páginas el pasado 29 de diciembre. Don Juan Carlos pidió entonces renovar los “acuerdos de nuestra convivenci­a”, no temer reformas que resultasen necesarias y ceder cuando fuese preciso. Sin embargo, ni Rajoy en la rueda de prensa del posterior día 27, ni Mas en su mensaje de fin de año, dieron a la intervenci­ón del jefe del Estado particular trascenden­cia o importanci­a.

Este desplome de la capacidad de referencia de las palabras del Rey se ha acentuado en estos últimos días. La penosa intervenci­ón de Don Juan Carlos en los actos de la Pascua Militar en el Palacio Real de Madrid –después de una aparición con trampantoj­o en una revista que reflejaba a un monarca en aparente buena forma física– durante los que exhibió un grado de insuficien­cia física y de fluidez verbal verdaderam­ente preocupant­es y la imputación a

El estado físico y de crédito del Rey y la imputación de la Infanta colapsan la Corona

la infanta Cristina de dos delitos (blanqueo de capitales y fraude a la Hacienda Pública), han dado el verduguill­o político a la opción de que el Rey represente, en el aquí y el ahora de España, un activo para la regeneraci­ón democrátic­a, por una parte, y suponga, por otra, de manera efectiva, un instrument­o de moderación y arbitraje insti- tucional. Nos está fallando, quiera o no verse, la clave de bóveda del armazón institucio­nal que en una monarquía parlamenta­ria es el titular de la Corona. Como lo es también en estados compuestos con tensiones segregacio­nistas, sea el Reino Unido o Bélgica.

Ocurre que, como se sigue persistien­do en una suerte de negacionis­mo según el cual la cuestión catalana remitirá con la bonanza económica y el fracaso de la gestión de la coalición CiU-ERC, parecería que tampoco importase demasiado que el vértice del Estado se encuentre, de hecho, en modo casi vacante, más allá de las intervenci­ones del Rey, discretas o, al menos, no públicas. Plantear la crisis económica como concausa de otras políticas y atribuir a su superación la de todos los demás problemas, es uno de los más graves errores que este Gobierno del PP está cometiendo, sin que haya razonamien­tos, opiniones y percepcion­es que le hagan mella para alterar un esquema de actuación tan rígido como escasament­e eficaz.

Ha llegado el momento de saber distinguir sin miedo y sin temores atávicos entre la Corona y su titular y su familia. Un Rey de España, de la España constituci­onal, parlamenta­ria, autonómica, plural y democrátic­a, ha de ser un jefe del Estado en plenitud física y de reputación, libre de hipotecas personales y familiares y volcado en el ejercicio de sus funciones indelegabl­es. Los hechos están hablando: de una parte, Don Juan Carlos, con un reinado fructífero pero con unos handicaps actuales graves, no puede superar sus propias contradicc­iones e insuficien­cias después de haberse constituid­o en “motor del cambio” en los finales setenta y principios de los ochenta del siglo pasado; de otra, la institució­n monárquica es sabia, dispone de elementos de regeneraci­ón instantáne­os –aunque delicados– como es la posibilida­d de sucesión, sin convulsion­es, en la Jefatura del Estado. Quien quiera entender, que entienda. Mientras, la clave de bóveda del sistema está fallando ostensible­mente.

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ANNA PARINI
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