Falla la clave de bóveda
Es imprescindible leer en esta tesitura histórica de España el último libro de Borja de Riquer titulado Alfonso XIII y Cambó. La monarquía y el catalanismo político, porque, aunque el hoy y el mañana no están escritos en el pasado, conocerlo ofrece sugerencias interesantes. Riquer recuerda cómo Valentí Almirall, en 1879, “fue uno de los primeros en proclamar que Catalunya podía ser la Hungría de España”, por la potencial relación del Principado con la Corona. En la introducción de su ensayo Riquer recuerda cómo “pronto apareció la posibilidad política de recurrir directamente al monarca si lo que se deseaba era modificar la situación en la que se encontraba Catalunya dentro de España. Por razones históricas, por el recuerdo de las instituciones propias, anteriores a los Borbones, los catalanistas veían, en general, a la monarquía como una institución tradicional y natural, y por ello intentaron que ejerciera un destacado papel político a favor de su causa”.
Desafortunadamente, recientes acontecimientos en la mente de todos han hecho colapsar la posibilidad de que la Corona –otrora tan bien valorada en Catalunya– revalidase esa condición ante la mutación de parte del catalanismo en abierto secesionismo. Tras una primera intervención de la Casa del Rey un tanto desafortunada por una carta mal escrita publicada en la web de Zarzuela en la que se aludía a la “quimera” catalana y la inoportunidad de debatir sobre “galgos y podencos”, el monarca supo rectificar en su mensaje navideño, como expliqué en estas páginas el pasado 29 de diciembre. Don Juan Carlos pidió entonces renovar los “acuerdos de nuestra convivencia”, no temer reformas que resultasen necesarias y ceder cuando fuese preciso. Sin embargo, ni Rajoy en la rueda de prensa del posterior día 27, ni Mas en su mensaje de fin de año, dieron a la intervención del jefe del Estado particular trascendencia o importancia.
Este desplome de la capacidad de referencia de las palabras del Rey se ha acentuado en estos últimos días. La penosa intervención de Don Juan Carlos en los actos de la Pascua Militar en el Palacio Real de Madrid –después de una aparición con trampantojo en una revista que reflejaba a un monarca en aparente buena forma física– durante los que exhibió un grado de insuficiencia física y de fluidez verbal verdaderamente preocupantes y la imputación a
El estado físico y de crédito del Rey y la imputación de la Infanta colapsan la Corona
la infanta Cristina de dos delitos (blanqueo de capitales y fraude a la Hacienda Pública), han dado el verduguillo político a la opción de que el Rey represente, en el aquí y el ahora de España, un activo para la regeneración democrática, por una parte, y suponga, por otra, de manera efectiva, un instrumento de moderación y arbitraje insti- tucional. Nos está fallando, quiera o no verse, la clave de bóveda del armazón institucional que en una monarquía parlamentaria es el titular de la Corona. Como lo es también en estados compuestos con tensiones segregacionistas, sea el Reino Unido o Bélgica.
Ocurre que, como se sigue persistiendo en una suerte de negacionismo según el cual la cuestión catalana remitirá con la bonanza económica y el fracaso de la gestión de la coalición CiU-ERC, parecería que tampoco importase demasiado que el vértice del Estado se encuentre, de hecho, en modo casi vacante, más allá de las intervenciones del Rey, discretas o, al menos, no públicas. Plantear la crisis económica como concausa de otras políticas y atribuir a su superación la de todos los demás problemas, es uno de los más graves errores que este Gobierno del PP está cometiendo, sin que haya razonamientos, opiniones y percepciones que le hagan mella para alterar un esquema de actuación tan rígido como escasamente eficaz.
Ha llegado el momento de saber distinguir sin miedo y sin temores atávicos entre la Corona y su titular y su familia. Un Rey de España, de la España constitucional, parlamentaria, autonómica, plural y democrática, ha de ser un jefe del Estado en plenitud física y de reputación, libre de hipotecas personales y familiares y volcado en el ejercicio de sus funciones indelegables. Los hechos están hablando: de una parte, Don Juan Carlos, con un reinado fructífero pero con unos handicaps actuales graves, no puede superar sus propias contradicciones e insuficiencias después de haberse constituido en “motor del cambio” en los finales setenta y principios de los ochenta del siglo pasado; de otra, la institución monárquica es sabia, dispone de elementos de regeneración instantáneos –aunque delicados– como es la posibilidad de sucesión, sin convulsiones, en la Jefatura del Estado. Quien quiera entender, que entienda. Mientras, la clave de bóveda del sistema está fallando ostensiblemente.