La Vanguardia

La sangría

- Glòria Serra

Escucho con atención a la mujer sentada ante mí en una cafetería de Madrid. Mientras me habla, sus ojos me devuelven una mirada cansada y alrededor de la boca se le hunden dos profundas líneas, como dos paréntesis rodeándole de amargura los labios. Ha entrado en la cincuenten­a.

“Todo ha sido una enorme decepción. Yo me lo creí. Monté mi empresa, una decena de trabajador­es, varias docenas de colaborado­res esporádico­s. Muchos impuestos, mucho papeleo, pero la sensación de estar haciendo alguna cosa importante. De crear cosas nuevas, mías. Y ahora, mi principal preocupaci­ón es saber si podré pagar todos los recibos. Mantenerme. Vivir con los pequeños proyectos que voy haciendo con mi socio actual. ¡Menuda estafa! ¡Menuda decepción! Nunca más me volveré a dejar engañar. Después de ver lo que han hecho todos con mi dinero, con mis impuestos, no volveré a picar. No vale la pena. Sólo buscar trabajillo­s para ir tirando, si puede ser que no tengan que tributar y basta. Se ha acabado”.

Su frustració­n no es sólo por la pérdida de todo lo que había construido, por volver a tener problemas de superviven­cia como cuando era estudiante. También es por sentirse usada y apartada. Como si todo su saber, la experienci­a de tres décadas de profesión, no sirvieran para nada. De hecho, ya no le sirven. Y la decepción ha sido demasiado grande como para que se plantee abrir nuevos frentes de batalla.

Hablamos a menudo de la sangría que supone la pérdida de miles de jóvenes bien

Hablamos de la sangría que supone la pérdida de miles de jóvenes bien formados con el dinero de nuestros impuestos

formados con el dinero de nuestros impuestos, que ahora enriquecen otros países y que, quizá, ya no volverán. Pero mi compañera de mesa me abre los ojos a otra sangría de talento. El de aquellos que están en la madurez profesiona­l, los que deberían ser mentores y maestros de la nueva generación y que, maltratado­s, han tirado la toalla. Y me doy cuenta de todos los casos que me han llegado y no había sumado hasta ahora. La compañera de profesión que da clases de pilates, no por vocación, sino por obligación. El matrimonio desesperad­o, con carrera profesiona­l los dos, que se hicieron cargo de un bar de pueblo para ir tirando. El jubilado antes de tiempo por una empresa pública, precisamen­te muy necesitada de su talento para gestionar el raquítico presupuest­o.

La lista se me va alargando en la memoria, dibujando un mosaico de sangre. Recuerda los paisajes después de la Guerra Civil. Buena parte de los jóvenes desapareci­eron engullidos por la guerra. Como hoy por la emigración y el paro. El talento de profesiona­les como profesores, políticos o empresario­s que no eran de la cuerda de los ganadores fue devorado por la represión y el exilio. Como hoy por la triturador­a de los recortes, la falta de crédito o la crisis en general.

La fuerza de un país no es su PIB, ni sus bancos, ni el Ibex 35, ni los millones de turistas que lo visitan. Somos nosotros, las personas que vivimos en él y lo convertimo­s en un lugar digno y justo. Esta es la sangre que estamos perdiendo a cada instante en esta guerra. En un país con muchas eminencias médicas, no hemos tenido la suerte que este talento se contagie al sector de los gestores públicos. Hemos vuelto a la triste época de los parches de Sor Virginia como cura para todo. Por cierto, los han vuelto a fabricar.

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