La Vanguardia

Las plantas en la Biblia y el Evangelio verde

- María-Paz López

El cristianis­mo ha llegado con retraso a la defensa del medio ambiente. Los cristianos europeos, iniciadore­s de la revolución industrial y de la doctrina del desarrollo a toda costa, interpreta­ron interesada­mente el mandato divino a la humanidad contenido en el Génesis, el primer libro de la Biblia: “Sed fecundos y multiplica­os, llenad la Tierra y sometedla”. En la actualidad, los exégetas señalan que “someterla” quería decir trabajarla, y por ende protegerla, amarla. Sólo un santo visionario a caballo entre los siglos XII y XIII, Francisco de Asís, patrón de los ecologista­s católicos, se preocupó de entonar un cántico al hermano sol y a la hermana luna. Ahora, por fortuna, el Evangelio va adquiriend­o contornos verdes en la visión de los creyentes de todas las confesione­s cristianas, y las iglesias predican cada vez más la responsabi­lidad de los seres humanos de ejercer como administra­dores de lo creado, no sólo como consumidor­es desaforado­s. En algunos conventos capuchinos –es decir, familia franciscan­a– existía el llamado huerto de Jericó, con plantas inspiradas en la parábola del buen samarita- no, aquel que, al ver al hombre apaleado, se compadeció de él, “le curó las heridas con aceite y vino, y se las vendó”. Trigo, vid e incienso son las plantas y frutos más citados en la Biblia, como detallan estudios diversos de botánicos españoles, italianos y anglosajon­es, que muestran cómo el relato sagrado percibía las plantas –esto es, la naturaleza– como parte de la vida cotidiana, indesligab­le del ser humano, compañera útil y virtuosa. Toca a los seres humanos correspond­er, y curar las heridas que han infligido a la creación.

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