Las plantas en la Biblia y el Evangelio verde
El cristianismo ha llegado con retraso a la defensa del medio ambiente. Los cristianos europeos, iniciadores de la revolución industrial y de la doctrina del desarrollo a toda costa, interpretaron interesadamente el mandato divino a la humanidad contenido en el Génesis, el primer libro de la Biblia: “Sed fecundos y multiplicaos, llenad la Tierra y sometedla”. En la actualidad, los exégetas señalan que “someterla” quería decir trabajarla, y por ende protegerla, amarla. Sólo un santo visionario a caballo entre los siglos XII y XIII, Francisco de Asís, patrón de los ecologistas católicos, se preocupó de entonar un cántico al hermano sol y a la hermana luna. Ahora, por fortuna, el Evangelio va adquiriendo contornos verdes en la visión de los creyentes de todas las confesiones cristianas, y las iglesias predican cada vez más la responsabilidad de los seres humanos de ejercer como administradores de lo creado, no sólo como consumidores desaforados. En algunos conventos capuchinos –es decir, familia franciscana– existía el llamado huerto de Jericó, con plantas inspiradas en la parábola del buen samarita- no, aquel que, al ver al hombre apaleado, se compadeció de él, “le curó las heridas con aceite y vino, y se las vendó”. Trigo, vid e incienso son las plantas y frutos más citados en la Biblia, como detallan estudios diversos de botánicos españoles, italianos y anglosajones, que muestran cómo el relato sagrado percibía las plantas –esto es, la naturaleza– como parte de la vida cotidiana, indesligable del ser humano, compañera útil y virtuosa. Toca a los seres humanos corresponder, y curar las heridas que han infligido a la creación.