Orla de fin de carrera
Los diarios españoles publicaron en portada el pasado domingo la foto de setenta ex-presos etarras, autores de cientos de asesinatos. Se habían reunido en Durango para manifestarse por el final del terrorismo y, tras una vida de clandestinidad y presidio, no rehuyeron la foto de grupo. La izquierda abertzale nos tiene acostumbrados a estas escenografías masivas, que impostan un –falso– respaldo amplio a su causa. Pero la foto del domingo era especial. Bastaba con fijarse en las expresiones de sus protagonistas para darse cuenta.
La prensa conservadora de Madrid –mal calificada como tal, porque a menudo actúa guiada por un ánimo destructor, cainita, implacable con cualquier doctrina que no sea la suya– les dijo de todo a los setenta de Durango: asesinos, verdugos, etcétera. Y, a modo de guinda envenenada, sugirió conexiones catalanas al enfatizar insidiosamente las alusiones etarras al “derecho a decidir”.
A esa prensa conservadora la foto le pareció un insulto, una infamia. A mí, en cambio, me gustó verla, por lo que tenía de certificado de defunción. Esa foto había que verla y, sobre todo, mirarla. Había que fijarse en las miradas torvas o huidizas de los etarras poco acostumbrados al flash, y menos a dar la cara en público. Había que fijarse en sus labios apretados, en la rigidez de sus rostros arrugados, en algunas risas bobas y extemporáneas, en sus expresiones de incomodidad y fracaso. También en esas indumentarias tan apropiadas para tirarse al monte –forros polares, botas, impermeables–. Y en los aros en las orejas que lucían muchos, en los cortes de pelo (cuando quedaba), en las manos en los
La foto de Durango nos recuerda los desmanes que pueden cometerse por una doctrina o una patria
bolsillos y en otros detalles que denotaban la vana intención de afectar un aire todavía juvenil tras haber pasado media vida en la cárcel, y la otra media creyendo erróneamente que la convivencia se construye a tiros y bombazos.
Los pintores holandeses firmaron estupendos retratos gremiales de comerciantes, armadores o médicos; pinturas que eran una muestra de orgullo profesional y social. Por su parte, las facultades universitarias tienen la costumbre de promover –a veces a precios abusivos– una orla de cada promoción que acaba sus estudios. Pero en la foto de los etarras no había la dignidad del retrato profesional, pese a inmortalizar a sujetos con una misma ocupación; ni había la esperanza de las orlas académicas, que reúnen miradas al futuro, sin otros límites más que la ambición de cada uno de los titulados. La foto de Durango también era la de un final de carrera, pero no marcaba el término de unos estudios –para matar, que suele ser cosa de imbéciles, hacen falta pocos–, sino el colofón de unas existencias perdidas, de una locura colectiva que hoy sólo tiene una utilidad: recordarnos los desmanes que pueden llegar a cometer quienes creen que su doctrina política o su patriotismo valen más que la vida de sus congéneres.