Evocación primaveral
Antoni Puigverd hace un elogio del espárrago: “La enérgica esparreguera silvestre ha soportado mejor que cualquier otra planta la sequedad del invierno. Ha resistido mejor que cualquier otra especie el frío invernal. Llegado el mes de marzo, puntualísimo, fino como el alambre, duro y fibroso como un corredor de maratón, oscuro, metálico, casi negro, emerge el espárrago de su matriz leñosa y punzante, para regalarnos el sabor más puro e intenso del bosque”.
Son ya muchas las generaciones acostumbradas a que El Corte Inglés inaugure la primavera, pero quizás no será completamente inútil recordar que existen formas todavía más antiguas de celebrar su llegada. El profesor Miquel Berga, brillante columnista de El Punt-Avui, sostiene, por ejemplo, que “en los países del norte la primavera se anuncia con sutilezas románticas: es el caso de los ingleses y el canto del primer cuco. Cada año, indefectiblemente, el primer ciudadano que oye el canto de este pájaro, escribe una breve carta a The Times especificando la hora y el lugar exactos”. La persona que notifica el acontecimiento –continúa Berga– acostumbra a ser el pastor de alguna parroquia rural. “Publicando la carta, conquista el honor de haber sido el pregonero del estallido primaveral en su país”. Sostiene Berga que en nuestras latitudes somos menos románticos y necesitamos pruebas tangibles, físicas, por no decir comestibles, del anuncio primaveral. No nos basta con el piar de los primeros pájaros o con el estallido floral. El primer manojo de espárragos silvestres que el paseante consigue arrebatar al bosque es el más viejo anuncio catalán de la primavera.
La enérgica esparraguera silvestre ha soportado mejor que cualquier otra planta la sequedad del invierno. Ha resistido mejor que cualquier otra especie el frío invernal. Llegado el mes de marzo, puntualísimo, fino como el alambre, duro y fibroso como un corredor de maratón, oscuro, metálico, casi negro, emerge el espárrago de su matriz leñosa y punzante, para regalarnos el sabor más puro e intenso del bosque. Un sabor denso, verde y amargo. Comes espárragos silvestres y es como comer el espíritu del bosque.
Esta segunda mitad de marzo ha sido bastante fría y desapacible, pero los campos de cereal ya se han convertido en densas alfombras de césped, los bulbos se remueven excitados bajo la tierra y en los bosques ya abundan los espárragos. No soy yo, por desgracia, quien los encuentra (o los caza, como decimos en el Empordà). Pero en mis paseos coincido con frecuencia con auténticos campeones que regresan de sus paseos con formidables manojos verdes. Me detengo a admirarlos. “¡Vaya tortilla va a zamparse usted esta noche!”, exclamo. Asienten complacidos, con los ojos brillantes, mientras a mí se me hace la boca agua.
Mucha gente confunde el espárrago silvestre con el triguero. ¡Nada que ver! Exis- ten cuatro tipos de espárragos. El blanco y gordo que crece bajo tierra para inhibir el desarrollo de la clorofila, lo que explica su color. Lo compramos en conserva de lata o vidrio y lo consumimos en ensaladas o entrantes, generalmente con salsa vinagreta o mahonesa. El triguero, menos gordo y algo más duro, de color verde esmeralda, se vende en manojos, generalmente atados con goma elástica, igual que el morado, menos frecuente: achaparrado y dulzón. Ambos acostumbran a consumirse a la brasa o a la plancha acompañados de salsas del tipo romesco. Estos tipos son de cultivo. En el espárrago silvestre está el origen de los otros, imagino. Delgado, escurridizo como una culebra, leñoso, de sabor potente y tan decididamente amargo que en algunas zonas del castellano peninsular se denomina amarguero.
Digerido, el espárrago deja un olor inconfundible en la orina. Extraño y curioso, pero no desagradable. Relatando su infancia en el Cuaderno gris, Josep Pla explica que, orinando después de haberse zampado una tortilla de espárragos, tomó consciencia del principio de la causalidad. Marcel Proust, más morboso, recuerda en El camino de Swann que imaginaba los espárragos como duendecillos. Su presencia se hacía visible durante la noche después de haberlos comido, pues “en sus farsas poéticas y groseras, como fantasía shakespeariana, se divertían en convertir mi orinal en copa de perfume”.
García Márquez en su preciosa novela so- bre la pasión de dos ancianos ( El amor en los tiempos del cólera) insiste en valorar este perfume: “Se fue a dormir casi a las tres. Antes disfrutó del placer instantáneo de la fragancia del jardín secreto de su orina purificada por los espárragos tibios”. No sé si es debido a este rastro perfumado o a la importancia que tenían en la cocina francesa de la época de Madame Pompadour, que los espárragos tienen fama afrodisiaca. En este punto son también una constatación primaveral.
García Márquez en su novela sobre la pasión de dos ancianos insiste en valorar este raro perfume
Paul Theroux, novelista y escritor de viajes, avisó sobre una de las paradojas de nuestro tiempo: “Siempre que un lugar obtiene fama de paraíso, se va al infierno”. La popularización de un lugar o de un producto natural acaba echando a perder las virtudes o los atributos que lo convirtieron precisamente en popular. Ha sucedido con las setas. Gracias a su popularización televisiva, todo el mundo las aprecia, glosa y valora. Han subido de precio y hordas de neófitos y especuladores invaden los montes en otoño para recogerlas dejando el bosque perdido. Por fortuna, los espárragos silvestres carecen de fama televisiva. Su prestigio culinario es modesto. No necesitan el aval de la gastronomía, pagana religión de nuestro tiempo. Se elimina su parte más leñosa, se pochan en aceite durante escasos minutos y se mezclan con un par de huevos. En tortilla o en revoltillo saben a gloria. Pero no a esa gloria amanerada, espumosa y mullida de hoy en día, sino a gloria antigua: fuerte, terca, boscosa, mineral.