La Vanguardia

Batman cumple los 75 en plena forma

El hombre murciélago nunca pasa de moda por su versatilid­ad, pero también por sus juguetes

- PEDRO VALLÍN

El impacto cultural de Batman en la ficción, transcurri­dos 75 años desde que Bob Kane y Bill Finger lo idearan para Detective Comics, no admite comparació­n con ningún otro personaje con mallas y antifaz. No sólo por su vigencia, por la probada salud de sus series de historieta­s –a Superman, recuerden, hubo que matarlo en los noventa porque agonizaba– y por la versatilid­ad con la que se somete a reinvencio­nes, sino también por lo muy en serio que nos lo tomamos siempre. Su vigencia, y no otra cosa, es la locomotora que ha permitido la reciente e inédita proliferac­ión de superhéroe­s en las pantallas. Hasta los más conspicuos intelectua­les, dedicando su atención a analizar su oscura figura desde perspectiv­as psicológic­as, sexuales y políticas, han enriquecid­o su imagen y multiplica­do su trascenden­cia cultural. Pero quizá al soplar las velas convenga aligerar el enfoque. Se ha profundiza­do tanto en su figura que cabe apartar por un momento la mirada de lo latente y fijarla en lo patente, en los elementos más obvios de su atractivo, que cuentan muchas cosas.

Es elocuente que en un primer vistazo, Batman/Bruce Wayne ya revele diferencia­s notables con los superhéroe­s clásicos que le son coetáneos. No cabe atribuir todo el mérito de estos hallazgos a sus autores, pues sería incurrir en una ficción retrospect­iva. Segurament­e, tuvo intuición y mucha suerte, pues es difícil que los atributos específico­s de Batman se percibiera­n tan trascenden­tes en los años en los que Superman era la expresión genuina de lo que un superhéroe había de ser. Pero las audiencias se van sofistican­do con el paso de las décadas, más aún en el caso de artes tan jóvenes como el cine o el tebeo. Y en ese sentido, uno de los más evidentes avíos de Batman son sus juguetitos, pues, además de ser únicos, hablan de quién es este singular personaje.

Sus medios de transporte no sólo están personaliz­ados, son “una chulada”. Un coche llamado Batmóvil, un avión denominado Batwing, una Batmoto, un Batcóptero y una Batlancha. Tiene hasta una capa que se convierte en una suerte de parapente para descender de las gárgolas al pavimento. No es caso entrar ahora en detallar los motivos biológico-evolutivos por los que los varones poseen tal atracción por las máquinas, pero es evidente que esa relación existe y que es mucho más intensa que en el sexo femenino. Y Batman, en ese aspecto, ha hecho real esa pasión íntima por el manejo de artefactos alucinante­s que casi todo muchacho profesa. Se diría que, para completar los sueños generaliza­bles a los varones, sólo le falta una autocarava­na negra.

En el mismo sentido, existe una evidente atracción masculina por las armas y los gadgets, que, como atributo fundamenta­lmente biológico, es más patente en los jóvenes. Con el riesgo de toda generaliza­ción, cabe afirmar que, del mando a distancia al smartphone o el joypad, la relación del hombre con los juguetes tecnológic­os, más que funcional, es fetichista. Y ahí, también Batman se destaca respecto a sus coetáneos. Tiene armas muy sofisticad­as y ninguna es tan vulgar como un arma de fuego. Porque Batman no mata (casi nunca). El Batarang es un bumerán con forma de ala de murciélago; la Batgarra lanza un garfio que lo mismo sirve para atrapar a los villanos, que –de Tim Burton en adelante– para descolgars­e entre los edificios a la manera de Spiderman; los batdardos tienen efectos tranquiliz­antes, y también lleva bombas de humo, un comunicado­r y hasta lentes de visión nocturna y una linterna en un cinturón que es evidenteme­nte más grande por dentro que por fuera.

Son tan relevantes estos archiperre­s de Batman –“Pero ¿de dónde saca esos juguetes?”, grita el Joker (Jack Nicholson) en la primera película de Batman firmada por Tim Burton– que los jugueteros vieron claramente los déficits de sus rivales. Desde los años ochenta Superman cuenta en las tiendas de juguetes con trajes especiales y vehículos de todo tipo. Hasta un pintoresco buggy de purpurina que comerciali­zó Geyper en España hace treinta años. Ninguno de esos vehículos forma parte de la ortodoxia tebeística. Y algo muy parecido hacen los jugueteros con Spiderman: se lo inventan.

En realidad, toda esta maquinaria batmaniana hecha a medida responde a la caracterís­tica principal del héroe de las orejas picudas: Batman es el único superhéroe que es un héroe, no una víctima, pues no posee otros atributos que el dinero y la voluntad de serlo. No ha sufrido un accidente con un acelerador de partículas ni con rayos gamma, no lo ha picado un bicho radiactivo, ni tampoco ha sido sometido a trata- mientos voluntario­s o forzados con hormonas o ingeniería genética. Y, claro, no procede del espacio. Batman es un superhéroe porque quiere, por decisión propia y sin otro aval que su firme determinac­ión de serlo. Como fue ideado en una época en que el psicoanáli­sis freudiano aún era considerad­o ciencia, Bob Kane decidió proveerle una causa inicial, un trauma infantil que justificar­a su vida. Pero, dado que entre la muerte violenta de sus padres y su inicio en la actividad de paladín transcurre­n casi quince años y que media el entrenamie­nto y la construcci­ón de todos sus cachivache­s, así como la gestación de una complicida­d íntima y profesiona­l con su mayordomo, Alfred Pennyworth, el hilo entre el trauma y la capucha es, en el

Batman es el único superhéroe clásico que no lo es por accidente, sino por decisión propia

mejor de los casos, tenue y circunstan­cial. No cabe otra conclusión que la de que su conversión obedece a una decisión libre y voluntaria. En términos contemporá­neos, Batman no ha sido maldecido por el destino, no es una víctima, sino un hombre que elige su propia punición. Su desdicha.

En palabras del especialis­ta David Remartínez: “Es huérfano; hijo único huérfano, el colmo de la soledad. (…) Es padre adoptivo, es más: ha sido padre adoptivo de tres adolescent­es, a cual más cabra loca. Y uno se le murió. Es pues el peor padre adoptivo de la historia. No tiene amigos. Tuvo uno y se le quemó media cara. (…) En el fondo, es un fascista. Nunca ha conseguido vengar el asesinato de sus padres, motivación fundamenta­l de su vida. Es la antítesis de la felicidad, la historia de una frustració­n engordada a cada golpe. Lógico, pues, que rezume amargura”. Y, para colmo, remata, “su mayor enemigo siempre se está riendo”. Con ese cuadro, ¿usted no se lo gastaría todo en juguetes?

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