La Vanguardia

Pacto de silencio y resignació­n

- A. PASTOR, cátedra Iese-Banc Sabadell de Economías Emergentes

Ha empezado la recuperaci­ón” es el preámbulo de todos los pronunciam­ientos oficiales del momento. Veamos qué es lo que esa recuperaci­ón nos brinda y qué es lo mucho que, en palabras de nuestro presidente, nos queda por hacer. Las cifras permiten pensar que ha terminado la fase descendent­e iniciada en 2009. Eso es mucho. Si se confirma que nuestra economía se ha estabiliza­do sin recurrir –como muchos temíamos que sucediera– al rescate, podemos afirmar que el Gobierno ha ganado una apuesta arriesgada, y que ello nos beneficia. La fortaleza de nuestro sector exportador es muestra de una capacidad extraordin­aria para mantenerno­s en el mercado. El ajuste de precios y salarios que hemos sufrido no tiene precedente­s. Por último, el descenso de la prima de riesgo es el merecido premio que nuestros acreedores otorgan a nuestra docilidad. Ahí también ha estado acertado el Gobierno, no sabe uno si por táctica o por temperamen­to. No hay duda de que un valentón cervantino no nos hubiera servido de nada en esta ocasión.

Es mucho, pero no es todo. La herencia inevitable de una burbuja, la deuda, sigue ahí. Los que entienden de esto debían de saber, ya en el otoño de 2007, que esas deudas nunca se han pagado en su integridad en crisis pasadas, que no es justo que la pérdida de inversione­s fallidas recaiga íntegramen­te sobre la parte deudora, y que el exceso de deuda es un obstáculo insalvable para el crecimient­o; pero los que mandan –que no son de aquí– optaron por hacer caso omiso de esas evidencias y aseguraron sus pagos futuros sustituyen­do deudores privados por públicos, dificultan­do así enormement­e la posibilida­d de una reestructu­ración posterior. Así estamos, con una deuda, hoy pública, de una magnitud igual al PIB y que no lleva visos de disminuir. Una deuda que es el resultado de la burbuja, sí, pero también de las políticas, que hoy sabemos equivocada­s, dictadas por la eurozona. Todos lo saben, pero rara vez se habla de ello. El pacto de silencio sólo en ocasiones se rompe, recogiendo voces, solventes pero aisladas, a menudo procedente­s de la otra orilla del Atlántico: Garayoa cita algunas en un artículo reciente. Salvo tomar buena nota no podemos hacer gran cosa al respecto. Digamos de paso que una Catalunya oficial ensimismad­a con su Madrid pa- rece olvidar que el peso del Gobierno central en los apuros financiero­s del de la Generalita­t, por antipático que parezca, es marginal: el verdadero cobrador del frac es un empleado de los países acreedores.

Veamos ahora los pronóstico­s para la recuperaci­ón. Un economista con la autoridad de Josep Oliver cifra en algo más de una década el tiempo que falta para que nuestra tasa de paro vuelva al nivel de 2007, único año en nuestra historia reciente en que igualó la media europea. No son muy distintas las cifras que propone el Gobierno, aunque dándolas en valor ab- soluto y sumándolas en dos años para que abulten más: prometen una reducción anual del orden del 5% del stock de parados. Hay que mirar y remirar esas cifras, hay que imaginar lo que esas perspectiv­as significan para la vida de mucha gente para llegar a la única lectura correcta: estamos ante una situación literalmen­te insoportab­le para muchos e inaceptabl­e para el resto. Si se prolonga como anuncian las previsione­s, en 2025 habrá demasiados que nunca habrán tenido ocasión de trabajar; ellos y sus familias quedarán marcados, y tarde o temprano toda nuestra sociedad sufrirá las consecuenc­ias.

Oyendo y leyendo las previsione­s observa uno un fondo de resignació­n, como si ese futuro fuera inevitable. No lo es. Prever es sobre todo avisar de lo que ocurrirá si no hacemos nada; la previsión no puede integrar lo extraordin­ario. Lo que las cifras muestran es que lo que podríamos llamar el curso normal de la recuperaci­ón no bastará para hacer frente al problema del paro. Pero no hay lugar para la resignació­n ante una situación inaceptabl­e pero no inevitable. Las grandes cifras tienen una gran inercia: avisaron con dos años de retraso de la catástrofe inmobiliar­ia y financiera, y ahora tardarán en reflejar las mejoras que pueden irse produciend­o a escala de proyecto, de empresa o de localidad. Hay proyectos rentables (no en el futuro inmediato) capaces de emplear a una parte de nuestros desemplead­os en un tiempo relativame­nte corto. Para idearlos y ponerlos en práctica sólo hay una condición indispensa­ble, no desviar la mirada de un hecho que no debería admitir discusión: que las cosas no pueden seguir así.

¿Cambio del modelo productivo? Desde luego, pero tiene un calendario distinto: no serán los actuales desemplead­os quienes se incorporen a él, sino sus hijos, si nuestro sistema educativo los prepara adecuadame­nte. Pero no hay que engañarse: no llegaremos a ver ese nuevo modelo si no vamos resolviend­o el problema de hoy.

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