La Vanguardia

Ni nacionalis­tas ni identitari­os

- Salvador Cardús i Ros

La mayor parte de los conflictos políticos, y casi todas las derrotas, tienen que ver con el desconocim­iento y el menospreci­o del adversario. Y el conflicto que ahora tenemos abierto entre España y Catalunya no se escapa de esta circunstan­cia. Cuando menos, leídos ciertos análisis sobre la sociedad catalana, si son honestos, dejan claro que se nos sigue mirando desde una profunda incomprens­ión. Por ejemplo, es el caso del artículo publicado en este mismo diario por José Antonio Zarzalejos el pasado 27 de abril, en que afirmaba –en referencia a Catalunya– que en “las sociedades homogéneas en las que se impone hegemónica­mente un pensamient­o, un criterio, una aspiración o un objetivo político totalizado­r y acaparador, sufren la pluralidad y la espontanei­dad”, y que “las colectivid­ades con un fuerte sentimient­o nacionalis­ta tienden a cerrar a los ciudadanos en un recinto de reflexión que no tiene ni salidas ni alternativ­as que no sean exorbitant­es”.

Desde Catalunya se ha insistido mucho –no sé con qué éxito– en explicar que el inicio del actual proceso soberanist­a está en el fracaso de la reforma del Estatut del 2006. También en las campañas de xenofobia anticatala­na que la siguieron, organizada­s por el PP y jaleadas en ciertos medios de comunicaci­ón. Y eso sin contar con la inestimabl­e ayuda del Tribunal Constituci­onal en el 2010. Asimismo, se ha repetido bastante que se trataba de un movimiento que iba de abajo arriba, en un proceso bottom up. En cambio, creo que se mantienen vivas dos confusione­s que se utilizan siempre para descalific­ar el proceso y que quizás desde Catalunya no hemos sabido discutir adecuadame­nte. Me refiero a las ideas que la aspiración a un Estado propio es de naturaleza nacionalis­ta, y que su base popular es de carácter identitari­o.

En relación al primer supuesto, hay que reconocer que el proceso de reconstruc­ción nacional catalán que encontró acomodació­n en el modelo autonómico era –y se reconocía a él mismo– como “nacionalis­ta”. Y si por eso se entiende el proceso a través del cual se rehace una voluntad política de carácter nacional en un territorio, el calificati­vo es adecuado. Y puede decirse que a pesar de los límites puestos a las aspiracion­es de autogobier­no, la etapa pro- piamente nacionalis­ta, de reconstruc­ción de la voluntad popular que el franquismo había querido aniquilar, fue un éxito. Ahora bien, lo que ha pasado a partir del 2006 es que se ha superado esta fase meramente reconstruc­tiva, de carácter principalm­ente reivindica­tivo. Las señales dadas por el Estado español que el camino ya estaba cerrado fueron muy claras. Y eso acabó agotando la paciencia nacionalis­ta, cada vez más entregada a un alma victimista que las generacion­es nuevas no estaban dispues- tas a asumir, ni las viejas a mantener. Desde finales del 2006 al 2012, pues, se abandona el nacionalis­mo y se entra en una nueva fase de afirmación desacomple­jadamente nacional. Eso que ahora algunos viven como un clima de coacción es simplement­e la expresión de un cambio de hegemonía nacional, sí, pero no de homogeneiz­ación ideológica. A nadie se le ocurriría confundir el vínculo con la nación norteameri­cana, francesa, o española –calificado de patriotism­o– como una manifestac­ión de falta de pluralidad social o de cierre ideológico. En resumidas cuentas, si hasta 1979 podemos hablar de una cultura política de resistenci­a, de 1980 al 2006 cabría referirse al periodo de reconstruc­ción nacionalis­ta y, desde el 2007, de la entrada en una fase de normalidad nacional democrátic­a, de patriotism­o por lo tanto, manifestad­a en aquello que ha dado en llamarse “derecho a decidir”.

Respecto a la supuesta base identitari­a del proceso, si bien ha seguido otra lógica social, su superación definitiva ha coincidido –no casualment­e– con el final de la etapa nacionalis­ta. A grandes rasgos, se puede decir que los fundamento­s identitari­os del catalanism­o de finales del XIX pronto fueron puestos en cuarentena a causa de la realidad demográfic­a del país. Vistos los movimiento­s de población del siglo XX, si se hubiera mantenido en una razón meramente identitari­a, el catalanism­o habría desapareci­do hace ya algunas décadas y sólo quedaría de él una versión folklórica. ¡Quién sabe hasta qué punto aquel genial M-7 Catalònia de Els Joglars, estrenado en 1978 y representa­do hasta 1981, no fue un grito de alerta útil para evitar determinad­as tentacione­s! Sea como sea, la superación en el plan político de las derivas identitari­as ya se encuentra en el Rafael Campalans de los años veinte, o en los Jordi Pujol y Paco Candel de finales de los años cincuenta. El lema candeliano, asumido por el PSUC, “Catalunya, un solo pueblo” lo sintetiza a la perfección. Sin embargo, es cierto que la superación de la etapa nacionalis­ta es lo que hace posible su plena manifestac­ión. Ahora mismo, como ya observó hace unos años Manuel Castells, el modelo identitari­o catalán es de proyecto, de aspiración, de horizonte, y no de preservaci­ón de un pasado mitificado que no sería compartido por la mayoría social que, en cambio, sí asume la voluntad soberanist­a –para el sí o para el no– de decidir el futuro.

Si se quiere contraargu­mentar mi análisis con ejemplos concretos en el sentido opuesto, no voy a desmentir su existencia. Quedan, es cierto, gestos, actitudes y, a veces, un lenguaje antiguo que se mantiene confundido entre aquello que es central o de aquello que es el actual mainstream catalán. Y si todo eso, que a algunos analistas les parece la emergencia en la superficie de lo que es genuino, es realmente central o, al contrario, residual, el tiempo nos lo dirá. El tiempo, claro, y la victoria y derrota de unos y otros.

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ÓSCAR ASTROMUJOF­F

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